¿Quién disfruta realmente de la vida?

Vivir, lo que se dice vivir, lo hace muy poca gente, en contra de lo que creen ver nuestros ojos. No hay más que echar una hojeada al día de ayer, a la pasada semana y hacer recuento de lo recogido en la memoria.

La mayoría de la gente pasa a través del ruido de las palabras repetidas, tan amigas del viento como de la distracción con la que perder el tiempo concedido. Pasan como fantasmas ante sí mismos, como volutas de humo que desaparecen en los amarillentos techos enfermos de nicotina. Pasan y se deshilachan como la fragilidad de una nube ante el invisible ímpetu de una brisa primaveral.

Viven, como digo, sin vivir; sin un segundo de alegría al mirarse a sí mismos, al mirar sus manos corretear sobre un teclado, al aferrar una pluma con sus dedos y escribir, como hago ahora, inconsciente, los signos que forman la palabra ‘amor’.

Viven dando por sentado que habrá un amanecer, un atardecer y una noche que pasará ante sus rostros dormidos, casi tan dormidos como durante el día, y además dan por supuestas las bocanadas de aire puro que retienen y sueltan su pulmones como si todo, absolutamente todo, fuera fruto de una indolente y azarosa nada.

Para no llamarnos a engaño, vivir distraídos no es vivir del todo; es más bien, lo contrario: un acto inconsciente de irracionalidad y de falta de atención a las señales, a los signos de los que venimos hablando en las noches del Sacromonte.

A menudo es necesario tomar una justa distancia  para ver los detalles porque, tal vez, en uno mismo no se dejan ver tan claros. Pero si se mira cinco segundos en silencio a un hijo; si se mira cómo imita los gestos; cómo juega con su piano, cómo mira las sombras silenciosas que esparce el sol. Si se mira atentamente su propia autonomía, potenciada con la edad, sería una injusticia reducirlo a azaroso fruto de la nada, a desliz sin importancia de la natura, a objeto inanimado ante nuestra presbicia vital.

¿Puede la nada ser el origen y el destino de un hijo? ¿Puede ser la nada quien lo mantiene ahora en vida? ¿Puede la nada que acostumbra a regir nuestros actos, el sentido de un niño al que has visto nacer?

Ciertamente, pueden ser preguntas que pensadas así, de golpe, uno jamás se haya hecho. Por eso es necesaria la atención, la retención, la reflexión, la atenta perseverancia de la racionalidad ante la vida que se nos escapa hasta que un día –triste día- descubrimos nuestra ausencia ante las ofrendas que nos ha hecho la realidad.

Si Pedro Salinas gritaba “¡qué alegría es vivir sintiéndose vivido!”. Si Gabriel Celaya afirmó que “vivir es una fiesta. Tengo las manos llenas de alegrías explosivas…vivo de día en día, de sorpresa en misterio…vivo con mil amores, dando gracias a todo lo que existe porque existe…”

Si la grandísima y ardiente Concha Méndez quería “ser, renacer, mientras que aliente, crear, recrear y recrear y recrearme, y dejar una estela de mi vida que no pueda acabarse con mi sangre…” es porque hay personas más atentas al hecho de respirar; al hecho de estar presentes, al hecho de haber sido llamados a la vida y no al acostumbrado abotargamiento de días disolutos como el incienso de un funeral en un templo vacío.

En medio siglo sólo he visto a cinco o seis personas que, en una palabra, celebraran conscientemente el ‘ser’; el estar siendo hechos, creados, llamados a este mundo. Esas personas no eran especialmente privilegiadas. Una ya ha muerto; el resto vive los mismos quehaceres cotidianos. Pero en ellos vibra una ligereza, una carencia de pesadumbre que los ha convertido en signos y compañía luminosa.

No tienen nada especial. No se les ha ahorrado el dolor de la enfermedad ni el de la muerte de un ser querido. No han sido preservados de sus dramas en urnas religiosas, ni tienen una especial holganza económica que les permita ascender al monte olímpico desde el que asomarse a ver, indiferentes, el bien y el mal de los mortales.

Son gente normal, como las miles de personas que cruzan sombra con sombra por las aceras de las calles, en los andenes del inframundo, en las estaciones de adormilados ciudadanos a la deriva de un reloj.

Sin embargo esos cinco o seis seres guardan un común denominador aunque yo no sepa mucho de matemáticas. Todos comparten la misma agudeza visual, la misma intuición de una grandeza invisible en los detalles, invisibles a los ojos ciegos del gentío.

Y ahí siguen; atentos a las circunstancias que otros tratan de eludir con alguna anestesia indolora. Porque hay sucesos, acontecimientos que pueden ser salvados con la montura adecuada y, además, nadie nos pide una inmolación baldía, pero hay vallas insalvables, demasiado altas, demasiado anchas para atravesarlas sin dejarse algún trozo de carne entre los setos.

A estos seres atentos, gente común entre seres ausentes, yo los llamo ‘maestros’, los llamo ‘ ‘amigos’ y quiero vivir como ellos, o como afirma Manuel Altolaguirre:

“…vivir para siempre

en torre de tres ventanas,

donde tres luces distintas

den una luz a mi alma.”

Porque así, de este modo, la vida empieza a merecer ser mirada, vivida, y deja de ser agua entre los dedos, humo disoluto en las paredes, deseos vanos que exterminan el tiempo y el cansancio.

Sólo tenemos tiempo. No somos otra cosa que ese tiempo insuflado en la carne. No podemos guardar nada del pasado y el futuro, quién sabe, puede ser aún más corto de lo que creemos.

Sublevémonos contra el olvido. Resistamos un minuto más de atención. Hagámonos camaradas, centinelas en la torre desde la que descubrir la belleza más furtiva. Hagámonos amigos de quien ve más lejos, más hondo, como Blas de Otero:

“…altas estrellas, llameantes ámbitos

amanecientes, incendiando ríos

 hondos, caudal humano

hacia otra luz…”

Seamos rebeldes sublevados en el mismo deseo de Antonio Gamoneda:

“…Quiero, pido

que la belleza sea

fuerza y pan, alimento

y resistencia del dolor”.

Si alguno está un poco más atento, podrá avisar al resto de su paso. ¡Y qué divino favor nos haría a los demás! Pidamos una tregua como Manuel Machado “seamos amigos…; la tibia paz entre nosotros reine en torno de la lámpara, que esparce la tranquila poesía del presente”.

Seamos, por tanto, compañía de lectura, de películas, de fotografías, de pintura o de versos encadenados en homenaje a la gloria del vivir en este mismo instante. Luego, quién sabe, quién sabe…; quizá mañana nos leamos y nos echemos de menos desde la Eternidad.

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