¿Quién nos enseña a pensarnos con ternura?

Si el ser humano viene al mundo con la capacidad de pensamiento, habría que cuidarlo como una porcelana en medio del recreo de una escuela, cuando la marabunta de púberes destroza cuanto encuentra a su paso en pos de una libertad cronometrada.

Todos tenemos esa frágil capacidad de raciocinio; esa capacidad de ejercitar el gelatinoso músculo enrollado entre las orejas. Y más de un pensamiento, cual faro en la noche, ha indicado la ruta adecuada a la cadena humana que llamamos civilización, con tronío y cierta vanidad.

No en vano, gracias al uso adecuado del pensamiento, podemos llamar ‘cadena’ a la cadena, ‘eslabón’ a sus ligazones y ‘rueda’ al misterioso artefacto que puede mover tan pesada herencia. Si, además, hay alguien a quien se le ocurre construir un carro y poner delante a bestias de carga, la Humanidad ya estaría preparada para tomar Manhattan y luego, tal vez,  Marte.

A diario, todas estas obviedades acostumbran a pasarnos desapercibidas; creemos que están ahí porque sí y las miramos como las vacas, que asoman sus pastueños ojos al tráfico y luego vuelven a su horizonte inmediato de hierba fresca y descomunales deposiciones traseras.

Desgraciadamente, la enseñanza del pensar adecuado parece extinguirse, casi, como aquellos antiguos oficios artesanales de cuyo ritmo y cadencia podía nacer  un cante para sobrellevar el trabajo y otro cante para vender el producto en el mercado. Todo este itinerario de sudor, esfuerzo y sensibilidad musical genera cultura, y la cultura es el instrumento fundamental con el que nos enfrentamos al drama de la vida. Si falta una herencia cultural, una herencia de pensamiento, estaremos indefensos como ternerillos frente a un lobo; de hecho, venimos al mundo confiados en que otros, con su amor, nos entreguen su alimento y su  saber para no darnos de bruces siempre contra el mismo muro, o contra la misma bestia.

El lector pensará que hoy me he puesto fatalista, y no es así. El pensamiento tecnológico, a la vista está, va viento en popa; y lo que ayer era moderno y daba dinero, mañana tendrá menos valor que un chip chino. Quién entienda de eso que lo explique mejor. La revolución tecnológica es un hecho evidente de observación de los datos y de puesta en práctica de las hipótesis, es decir, del hecho cognitivo. Del pensamiento en acción.

Sin embargo, ay, el pensar metafísico cojea en la mayoría de la población, acostumbrada a lo matérico, a lo visible, a lo tocable y masticable; es decir, al parné y a la moda inoculada desde arriba. Y lo metafísico adolece, quizá, por distracción bovina o porcina, quizá porque confundimos el culo con las témporas, o porque nadie nos ha enseñado a confrontar las costumbres heredadas con la realidad invisible a los macrodatos y radares de las grandes marcas.

Repetir una costumbre, por costumbre, es la antítesis del pensamiento. Es irracional.  Interiorizar un tópico y elevarlo a verdad, mucho menos. Por eso hay que volver a aprender y, por eso, tiene que haber quien enseñe que hay distintos modos de acercarse y de observar, de contemplar el mundo que, en absoluto, se circunscribe a lo visible, a los teclados,  a los tornillos y a los filtros fotográficos. Porque, además de seres tangibles, ergonómicos y fácilmente manejables, también tenemos corazón. Y maestros del corazón hay tan pocos…

¿Quién nos puede ayudar a hacer las preguntas adecuadas para ser libres, para no encerrarnos en la sinrazón? ¿Quién nos enseña un criterio de discernimiento entre la hipótesis y el burdo adoctrinamiento propagandista de nuestros días? ¿Quién puede enseñarnos el mecanismo oculto del corazón? ¿Quién nos enseña, en definitiva, a saber si lo que escribo en estos momentos es cierto, o no? ¿Quién nos ayuda a ser libres incluso de nosotros mismos?

En este sentido, en el del misterio del corazón, se revelan como maestros fundamentales los poetas, los pintores, los músicos, los creadores todos, y cuánto más locos, mejor; pues carecen de corrección y formalismos, igual que  los marinos borrachos y los niños en la sobremesa.

Sólo esta canalla se atreve a hacer las preguntas más incómodas y a asomarse a los pozos del alma humana, que no tiene cables, botones ni instrumentos de navegación. El artista, el loco, o el santo, son los verdaderos maestros para describir  ciertas profundidades y lejanías que la técnica no puede explicar, pero que nos hipnotizan si nos asomamos a ellas.

Nuestro andaluz universal, por supuesto Juan Ramón Jiménez, aconseja, como buen maestro, “procurad que delante de vuestros anhelos y de vuestras esperanzas se dilate siempre el infinito. No queráis nunca llegar a los límites, porque de los límites sólo se puede regresar…” y el también maestro andaluz, Antonio Machado se pregunta:

¿Mi corazón se ha dormido?
Colmenares de mis sueños,
¿ ya no labráis? ¿Está seca la noria del pensamiento,
los cangilones vacíos,
girando de sombra llenos?
No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
No duerme ni sueña; mira
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio.”

Ciertamente, estamos ante el misterio de lo humano. Su misterio y el mío. Y quien se abstiene de asomarse a él con un gran maestro para observar su humanidad, delegará en otros que, encantados, firmarán su sentencia a la esclavitud del poder, a la de ser poseído y reducido a cifra, a producto de consumo, a cliente, a moroso, a votante, a ciudadano amaestrado y formal, que no piensa en otra cosa que en mirar al suelo, abrumado por el peso de las facturas.

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