El corazón tiene estas cosas que Pascal no le otorga a la razón cuando, sin saberlo, lo único que anhelamos es que alguien nos busque; que alguien nos saque de nuestro ostracismo voluntario u obligado. Lo cierto, lo absolutamente cierto, es este deseo que atraviesa el día entre picos de consciencia e inconsciencia, de subidas y bajadas, de saltar arbusto tras arbusto, como decía un amigo que era, en resumen, la vida.
El corazón tiene estas cosas que nadie cuenta por desconocimiento, por miedo, por anestesia; por todos esos obstáculos que creemos nos impiden conectar con ese algo misterioso que, en ocasiones, descubrimos en el Silencio, en una obertura mayéstática de Mahler, o en el rajo angustioso de Camarón, cuando termina sus bulerías reconociendo: “la vida, la vida, la vida es, es un contratiempo, la vida, la vida es…”. Porque la vida real, la que vivimos los seres que no han marchado a sus paraísos psicotrópicos por unos momentos que algunos alargan hasta la eternidad por pasarse de dosis en la cucharilla, es una complicación tras otra; un disgusto tras otro, una traición tras otra en la misma herida del último navajazo.
Además, y por si no nos damos cuenta, la Historia se empeña en ser cíclica y a un horror que desaparece, le sigue otro horror aún más fantasmagórico, ya que no hay vida humana sin lucha, sin guerra, sin la tentación de alcanzar la gloria enfrentando a unos con los otros, haciendo de una generación el eslabón siguiente de un desastre que se remonta al primer asesinato.
Por eso, por esta intemperie que sólo conocemos los seres libres, sin tendencia depredadora alguna, sin instinto de supervivencia que no sea el amor y sin otra energía que no sea el afecto verdadero, el contratiempo camaronero, el arbusto del amigo, la fatiga y los disgustos que hacen cola ante el mostrador de nuestro alma para no dejarla descansar, necesitamos que nos busquen, que nos encuentren, que alguien más allá de nosotros mismos sepa de nuestra carencia para pedir lo que necesitamos.
Y por eso, por nuestra carencia, no hay nada más asombroso, más excepcional, más conmovedoramente gratuito que encontrarse con alguien que te busca; con alguien que piensa en ti; con alguien que atravesaría miles de kilómetros para abrazar nuestra nada.
¿Quién hace eso? Muy poca gente. La mayoría confunde la libertad con la indiferencia y con la prudencia de no meterse en vidas ajenas: Pero hay personas que esperan, que no saben a quién pedir ayuda, que no saben qué hacer y se hunden entre cientos de personas que respetan su libertad para no hacer absolutamente nada.
Si lo piensan, es angustioso tener hambre y no saber pedir comida; tener sed y no saber dónde está el agua, tener una necesidad perentoria de ser acompañado y que alguien nos suelte en medio de un lugar lleno de personas que vienen y van, nos miran y no comprenden ni el idioma ni los gestos de auxilio.
Y si lo quieren pensar más profundamente, hemos convertido la vida social en una especie de archipiélago de islas desperdigadas, ausentes, encerradas en la niebla que nos incapacita para un mínimo de comunicación. Porque hay ciertos asuntos que causan rubor en la víctima y hay una gran mayoría que, lejos de escuchar, cuenta una pena a ver si es más grave que la del pobre interlocutor. En las cafeterías, en los bares, en las calles, las conversaciones entre amigos se han reducido a una gran competición de quejas, a una gran insatisfacción, a un desconsuelo tras otro hasta que se despiden y cada uno vuelve con su propia soledad a su zulo, donde se atiborra de series, de música de dudoso gusto y de un silencio devorador de serenidad.
Nunca como ahora, vivimos más a contrapelo de nuestra naturaleza, de nuestra educación comunitaria, de nuestro ascenso bípedo hacia el horizonte. Nunca como ahora, vivimos en contra de aquello que esperamos, aunque no sepamos que lo hacemos, ya que las relaciones sociales se han reducido a la apariencia, a la competitividad y al enmudecimiento de los grandes dramas que a todos nos embisten cada mañana; al despertar y comprobar que cada vez nos quedan menos fuerzas y que nadie gastará en nosotros un solo minuto de su tiempo libre.
NO se trata de pesimismo. Sólo describo las desilusiones que, como todo hombre, he sufrido y escucho a los demás cuando vienen y me las cuentan, entre pruebas de guitarras y toques. Y sin embargo, a pesar de los descalabros y las traiciones, el corazón, porque hablábamos del corazón, grita por una compañía paternal, amigable, cercana, amorosa, delicada, conciliadora; una compañía que nos haga entendernos a nosotros mismos para no hacernos daño, para no querer huir, para no echar a volar desde cualquier altura; ya que, verdaderamente, cuando todo parece perdido, Albert Camus recuerda que el suicidio es el gran interrogante de la existencia. Si esta merece vivirse y en qué condiciones que no terminen por devorar nuestros deseos más profundos; esos que los grandes observadores saben que no se solucionan con golpes de voluntad, ni con una casa nueva, ni con el número premiado de la Lotería…
¿Por qué queremos ser buscados? ¿Qué alegría más grande puede haber que alguien te recuerde; que alguien aún no te haya olvidado? ¿Qué esperamos sino un tú así de real, un tú que nos abrace tan fuerte que nos haga sobrellevar el peso de nosotros mismos, cuando ya no nos aguantamos un segundo más dentro de este pesado cuerpo, que sueña con el vuelo en los brazos de un padre?
Quién sino tú, diría el jerezano, José Manuel Caballero Bonald: