Betty Garcés, la soprano que vino de la salsa

"Siempre he querido preguntar a las personas blancas si ellos se levantan todos los días de su vida pensando que son blancos"

Primero fue escuchar su voz soberana en una sala del Real. Madrid se apagaba en el incendio de la tarde tras la cristalera de los altillos del teatro.La voz de Betty Garcés volaba por Puccini, por Granados, por Sor Juana Inés de  la Cruz, y terminaba el recital con requiebros pícaros    en la Romanza de Cecilia Valdés, entre aromas de habanera. La soprano venía del Corral de Comedias de Almagro, de evocar el Siglo de oro en las dos orillas, la americana y la española: Lope de Vega, Góngora, Quevedo y Sor Juana. Llega a la cita vestida de domingo feliz, con el color exótico del trópico, frutal y luminosa como un puesto de helados a orillas del Caribe. La soprano habla con una voz de color oscuro, y redondea las erres del español hasta dejarlas curvas y doradas, como los adornos de un retablo barroco.

Betty Garcés Nació a orillas del Pacífico, ¿cómo recuerda su infancia?

Nací en una familia bastante grande. Somos tres hermanas, yo la del medio, la del sándwich, y mis papás criaron a otras dos chicas y un chico, que eran dos hijos del hermano de mi mamá, y la hija de la hermana de mi papá. Ambos habían fallecido, y vinieron a vivir con nosotros. Crecimos juntos. Era un ambiente maravilloso, la casa llena de risas, de alaridos de mis hermanas corriendo, peleando, gritando. Era una casa alborotadísima. Y recuerdo la calle, porque entonces todavía era posible que los niños salieran todo el día a jugar.

Y sus primeros recuerdos musicales…

Mi papá era un amante de la salsa, tenía una colección gigantesca de elepés. Y cada semana hacía una reunión en casa con sus amigos salseros, eran reuniones que duraban a veces tres y cuatro días, con el sonido a todo volumen. Ese fue mi primer contacto con la música. Buenaventura, donde nací, estaba llena de música folclórica, de chirimías, y de procesiones que pasaban cada semana con algún santo y los chicos tocando tambores y danzando.

¿Alguien en su familia tocaba algún instrumento?

Mi abuelo. Nosotros vivíamos en el segundo y mis abuelos en el primero. Era ciego y tenía una armónica que no recuerdo de dónde salió. Era como un tesorito para él. Tocaba  sobre todo por las mañanas, empíricamente, porque    no había estudiado música. Y repetía las melodías de moda de la radio. Para escucharlo mejor me acostaba sobre el piso, para que se amplificara el sonido y así lo sentía más cerca.

¿Cuándo empezó a cantar?

Me recuerdo cantando a partir de la muerte de mi abuela, la esposa de este abuelito. Tuvimos en la familia momentos difíciles en los que la comunicación entre nosotros no existía. Fue un periodo bastante duro para mí, porque yo necesito la comunicación. Pero en esa época no tenía esa posibilidad. Así que creé una relación muy fuerte con mi abuela, que era sorda. No necesitábamos palabras para entendernos. La acompañaba a cocinar y nos sentábamos a ver pasar los carros y me daba mucho amor. Esa fue toda la comunicación cercana que tuve en esa época. Cuando murió, ese espacio en el que me sentía segura desapareció. Me encerré en mi misma. Siempre fui muy tímida. En esa época me encerré mucho más. Había al fondo de la casa un cuarto donde se guardaban las pinturas de mi madre, un trastero donde se almacenaban los libros viejos. Yo tenía allí mis juguetes y allí lloraba la muerte de mi abuela.

¿Qué edad tenía?

Unos diez años. Es el primer recuerdo que tengo de mí misma entonando melodías. Las primeras fueron las que escuchaba en la radio, baladas sentimen- tales, porque soy un poco así. Luego a los catorce años mis papás tuvieron la idea de enviarnos a mis hermanas y a mí a Cali, que está a tres horas en coche. Decían que era por las oportunidades, pero ahora sé que estaban tratando de protegernos porque el ambiente en Buenaventura se estaba volviendo violento.

¿Y qué se encontró en Cali?

Una ciudad mucho más grande. Todo nuevo. A Cali me llevé una guita- rra que me habían regalado cuando yo era pequeña. La tocaba, pero no sabía nada de acordes. Un día mi hermana Adriana, que estaba relacionada con el mundo del teatro y estudiaba Bellas Artes me dijo que había inscripciones para la carrera de música y me lo recomendó. Así que le hice caso y me inscribí. Me preparé con una profesora. No sabía nada. Las ganas era todo lo que tenía. Como el tema de los cupos era complicado, me recomendó inscribirme en algún otro instrumento para no quedarme fuera de la escuela y me apunté a canto. Presenté mi examen de guitarra y al día siguiente el de canto. Yo me quería acompañar con la guitarra pero estaba tan nerviosa que no pude. Así que canté a capella. Mi canción de admisión fue Hijo de la luna, de Mecano. Y me dieron   el cupo para canto. Nunca había pensado en una carrera como cantante. Yo quería tocar la guitarra.

Debió de ser la primera gran prueba para su timidez.

El salir de mi misma ha sido todo un proceso. El primer paso fue abandonar Buenaventura, dejar mi mundo. Mi hermana me recibió en Cali pero pronto se fue a vivir a otro lugar y me dejó sola con 14 años. Creo en Dios y creo que él ha ido preparando las personas, el ambiente, los retos, y que todo esto ha sido un entrenamiento. Sigo aprendiendo a abrirme cada vez más.

Betty Garcés
Betty Garcés en un momento de la entrevista

Y en Cali descubrió su voz.

Eso fue maravilloso. Yo no sabía nada. Tenía una profesora de canto que me guió desde cero porque no tenía ningún conocimiento de canto lírico. Ella me llevaba a su casa, a escuchar a sus cantantes favoritas. Y cuando empecé a intentarlo y vi que no sonaba tan mal, me gustó y me fue llenado de motivaciones para seguir. A mitad de mis estudios llegó un día un cantante caleño que se llama Francisco Vergara, que trabajó en la ópera de Colonia durante 30 años. En  la escuela, la profesora Yvonne Giraldo organizó un pequeño concierto y cada estudiante preparó un aria de ópera. Yo canté V’adoro pupille de Julio César. Al día siguiente me mandó llamar y me dijo que tenía un talento que se podía pulir en el exterior. Se abrió un mundo de posibilidades, estaba muy emocionada pero también me preguntaba cómo lo iba a conseguir, porque financieramente no tenía forma de hacerlo. Así que el maestro empezó a recaudar fondos. Y así consiguió apoyo financiero para mis dos primeros años de estudios. También la que luego fue ministra de cultura, Mariana Garcés Córdoba, que me apoyó y me ayudó financieramente en estos pasos abismales.

Ese viaje debió de ser una gran aventura.

Imagínate: era la primera vez que salía de Colombia, la primera que montaba en un avión. La primera vez que veía la nieve. Llegué el 26 de enero de 2009. Parecía una niña. No me daba vergüenza de nada. Iba por la calle sin podérmelo creer. Fue una gran emoción. Llegué a Colonia y enseguida me fui a Aquisgrán, a aprender la lengua. Totalmente sola. Hubo muchos momentos de nervios pero también de risas.

Siempre he querido preguntar a las personas blancas si ellos se levantan todos los días de su vida pensando que son blancos

Betty Garcés

¿Cómo se comunicaba?

Por señas. Iba al mercado con mi lista escrita en alemán pero al leerlo era incapaz de pronunciarlo. Un día me subí a un autobús pero fue imposible entenderme con el conductor. Yo no sabía si iba en la línea correcta. Así que llamé a una amiga colombiana que sabía alemán. Cuando le pasé el móvil al conductor, el hombre no daba crédito. Todo el autobús era una carcajada de  risa. Porque allí que un conductor hable por el móvil mientras maneja el volante es inconcebible.

Debió de ser duro, en un país extraño, una lengua nueva, lejos de casa, gente fría.

Son gente menos cálida que nosotros, son de otra manera. Si, fue difícil. Fue hermoso cuando entré a estudiar mi master en Colonia, porque la escuela  es una de las más grandes de Europa. En clase éramos dos personas negras: mi profesora y yo. Y no digo que haya habido momentos en los que me han discriminado, pero había una distancia, una reserva, por un lado, y por otro los ojos estaban siempre puestos para ver qué tal lo hace la negra, si está al mismo nivel que los demás. Sí, he sentido que al ser negra tenía que demostrar mucho más.

¿Ha probado la amargura del racismo?

La he probado, en mi ambiente profesional y en la vida cotidiana. En mi vida ha habido personas increíbles que Dios ha puesto en mi camino, alemanes que yo no esperaba que pudieran abrirme su corazón y que pudieran ser parte de su familia. Gentes que me han enseñado el valor de la amistad. Pero el racismo es una realidad. Estando en Alemania me di cuenta de que el racismo es real. No sé. Siempre he querido preguntar a las personas blancas si ellos se levantan todos los días de su vida pensando que son blancos, teniendo que ser conscientes de que son blancos. Esto comenzó a pasarme en Alemania. Me despertaba y tenía la taquicardia del estoy aquí, soy negra, tengo que ponerme la armadura para ir a guerrear la vida. Se volvió una carga pesada, porque muchas veces  no es directo sino con gestos: levantarse del asiento en el autobús para no estar sentado al lado de una negra, o agarrar el bolso en una tienda cuando ven que entra una persona negra y ves que tienen miedo de que les va a robar. Eso hiere más que si te gritan por la calle.

¿Cómo lo ha superado?

Hubo momentos en los que pensé en salir corriendo, pero para mí no es fácil. Tengo mucho que vivir. Decidí armarme de valor y ponerme de acuerdo con mi corazón. Hubo una época en la que llevaba una armadura impresionante para que no me lastimaran, pero me estaba afectando porque una vez que tienes la coraza se bloquea lo que debe salir de ti. Iba por la calle sin mirar, sin saludar a nadie. Descubrí que eso no me hacía bien y decidí ponerme de acuerdo con  mi corazón. El siguiente mecanismo que adopté fue el de perdonar y reaccionar a la ofensa con amor. Comencé a entrenarme, sigo entrenándome, porque es la única forma de que mi corazón siga vivo. Cuando me miran mal sonrío, cuando me empujan saludo: ¡guten tag!. Porque esa es mi naturaleza. Le he pedido a Dios de rodillas que me regale la oportunidad de que la gente me pueda ver como    lo que soy. Me puse ante Dios y le dije: ¿cómo lo vamos a hacer? Porque este es mi mundo y tengo que estar en Alemania. Y además el racismo está por todos los lados. Le pedí que me regalara la gracia de que la gente me vea más allá de sus complejos, porque los complejos no son míos, sino de la gente que no puede recibirme como soy. Y me ha ayudado.

Usted se abre mucho. Quizá por eso cuando interpreta tiene una gran capacidad dramática. Vive triste en los pasajes tristes, y se eleva en los alegres.

Siento mucho lo que canto. Escoger el repertorio es para mí un ritual. Cada canción tiene un sentido, y el recital está concebido siempre como un todo, con un sentido profundo. Por eso puedo poner todo de mi parte. Desde que empecé a entonar melodías en Buenaventura, siempre ha sido importante no reservarme nada en el corazón, abrirlo y entregarlo todo.

Betty canta Cecilia Valdés

Betty Garcés ríe sin freno, con una risa ciega, jovial y exuberante. Y aún llora la pena de aquella abuela sorda que la escuchaba con el corazón cuando era una niña sola. La madre asiste, silenciosa y atenta, a la conversación, mientras la hija repasa sus vidas y quizá le muestra alguna herida escondida. Escucha y toma a sorbos lentos una infusión, que en Colombia llaman aromáticas. Llevan entre las dos todos los colores del arco iris.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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