Es un día frío, gélido, de cielo bajo y gris. El viajero agradece que la Grande Place esté abarrotada de turistas, quietos como rebaños, adornada de chocolates en escaparates que compiten por los euros del fin de año. No hay refugio de porches ni marquesinas. En las calles que dan a la plaza se abren restaurantes griegos, italianos, libaneses, pero queremos cocina belga.
En la puerta de la Roue d’or, en una callejuela medieval, se adivina un interior cálido de maderas oscuras y humo de sopas. No hay mesa hasta dentro de media hora. Para nuestra fortuna, los belgas de esta parte de la ciudad no tienen horarios estrictos para comer. A las dos de la tarde el paraíso sigue abierto. No prometen simpatía, pero si unas sillas y una mesa de mármol. Con eso nos basta.
Al local se accede por una doble puerta que no tiene otra función que cortar las ráfagas de aire helado. En el cristal han pegado las recomendaciones de la guía Michelin y la Gault Millau. Desde la entrada se tiene la sensación de penetrar en un local antiguo, con camareros formados en la vieja escuela: rigor, educación, y un punto de ironía distante, sin llegar a la broma. Son de una eficacia correcta, de una amabilidad sin excesos. Las paredes y el techo están pintados al modo de Magritte: figuras humanas de hombres con traje y sombrero que vuelan en un cielo surrealista, como cohetes humanos. En los laterales de madera, algunas celebridades han dejado sus placas de metal: Bruce Springsteen y su familia, Gerard Depardieu en solitario.
La sala tiene al fondo una vitrina, como un mirador desde el que los cocineros pueden ver el alivio de los clientes al recibir una sopa o una olla llena de mejillones. Pero la cocina belga es algo más que «moules» y patatas fritas. De la cocina salen, en oleadas, platos de lentejas con salchicha, caracoles y estofados flamencos, de carne de vacuno, o de conejo con mostaza. Hay unas croquetas de camambert a la miel, triangulares y deliciosas, y unas albóndigas de Lieja aderezadas con una salsa hecha sobre la base de una melaza de peras y manzanas. El estragón es un aroma que reina en esta cocina que es rústica y contundente. Con tan solo un plato de carne se puede mantener el cuerpo por un día.
En estos locales uno cae en la tentación de pedir a la española. El camarero advierte de la solidez de sus platos. Un estofado flamenco, tierno y bañado por una salsa espesa, sabrosa y esencial, puede alimentar a un ejército de Flandes después de una batalla. Si antes has buscado el entretenimiento de unos mejillones a la marinera y la diversión de unas croquetas de camembert, te aseguro que tendrás que levantar la bandera blanca antes de liquidar el estofado, aunque tengas el apetito de Orson Welles. En la mesa de al lado, una joven limita su dieta a unos caracoles con los que pasará las horas de la tarde sin tener que acudir, hambrienta, a las llamadas del chocolate belga. Con ese menú tan rotundo, la cerveza belga entra suave. Y uno piensa que el milagro de una vieja brasserie como La Roue d’or es hacer que en un día frío, áspero y desalmado, el viajero pida una segunda pinta de cerveza, como si fuese verano en la Mancha.