Cuando aparece en el horizonte, el perfil de Urueña es el de una fortaleza medieval: campos de cereal que suben por una suave pendiente, detenida por una muralla que sigue paralela la onda de la colina. En el fondo del valle, la ermita de la Anunciada, caso único del románico lombardo en la Castilla del siglo XII.
A Urueña se entra por la muralla, por un angosto pasillo que termina en un arco. Al otro lado, las calles llevan nombres de los burgos del medievo: la calle honda, la del oro, la de la parra, la de la canastilla o el corro del conde. La de los lagares forma un pasillo entre la muralla y las primeras casas. Un grupo de escolares circula bullicioso entre gritos y riñas, se paran en el Rincón del ábrego, revuelven en los cestos de libros de la puerta, y siguen su camino. Por un euro compramos Huck Finn, y subimos a la muralla para ver el rebaño de tejados a un lado, los campos de Castilla rubios y secos al otro, cortados de vez en cuando por un sendero interminable.
En la era digital, este pueblo de apenas 120 habitantes alberga 17 librerías y 6 museos. Uno de ellos está dedicado a Miguel Delibes, otro a las campanas, un tercero a la música. Urueña es silenciosa, tranquila, a ratos vacía. Y hasta en las librerías se ruega silencio como si no fuera bastante el de la calle. Se escucha a lo lejos el enjambre de niños que se mueve por el pueblo, y en la cercanía el chillido de las golondrinas que cortan el aire, y el trasiego del restaurante Los lagares, donde el propietario ofrece en la barra un vermú local, derivado del verdejo, que compite ufano con las gaseosas zero. Se come en el patio, un potaje riguroso y un bacalao cuaresmal impecable.
El alcaraván de Urueña
Alcaraván es la primera librería que se abrió en Urueña, cerca de la plaza, a la que llaman el Corro de San Andrés. Jesús Martínez vino aquí hace 27 años, desde Madrid. En Madrid vendía solo libros, aquí despacha libros y miel. Hay un rincón de la tienda que parece un colmado del siglo pasado. El resto es para la literatura. El género es de calidad, y de la primera fila de la venta han desaparecido las novedades. Todo son clásicos. «Esto no es un negocio», dice Jesús, «es una forma de vida. El que viene pensando en hacer dinero dura dos inviernos. El invierno aquí es duro». El invierno es la prueba. Recuerda Jesús cuando los telediarios cerraban la edición con la recomendación de leer y la propuesta de un libro. Otros tiempos. Llenamos una bolsa con El camino de Delibes, Unas gotas de aceite de Simonetta Agnello Hornby, un manual para interpretar los castillos, El pistolero de Glendon Swarthout y unos cuentos para niños enfermos, reales o imaginarios, que Jesús regala. A los libros vendidos les pone su sello, un alcaraván, una zancuda migratoria, un ave esteparia que habita los secarrales de esta comarca.
Del viejo castillo de Urueña queda apenas un torreón que alberga el cementerio. En esa zona se abren otras dos librerías: una dedicada a la tipografía y otra a los viajes. La primera es un culto al tipo, a la caligrafía, a le letra y a sus formas. Desde las mesas repletas de libros y plumas se reclama silencio, así que solo se escucha el crujido del suelo de madera y un vals de Sostakovich. Se paga en efectivo y la tendera anota la venta en un cuaderno de contabilidad. La librería de viajes sigue cerrada. Hemos hecho dos intentos, sin fortuna. Es posible que el dueño sea un seguidor de la religión de la siesta, que aquí se practica con fanatismo. En la puerta hay grandes carteles que convocan reuniones de moteros en esta esquina de la villa, y uno más pequeño que dice, sin margen para la duda: «abierto»
La carretera desciende entre curvas, y el perfil de la muralla se achica hasta confundirse con la línea parda de la colina. La villa desaparece de la vista, pero sigue anclada en la pantalla del GPS. Paramos el coche junto a la ermita de la Anunciada, para contemplar desde el fondo ese trazo amurallado que alberga a esa cofradía de amantes de los libros y de la descansada vida.
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