Servicio de lavandería. Begoña M. Rueda. XXXVI Premio de poesía Hiperión. Editorial Hiperión. 2021. Madrid
Como en las fases del programa de una lavadora automática, Servicio de lavandería comienza por el prelavado: una nota poética cargada de la vida cotidiana de esas periferias de los hospitales que no vemos, donde la miseria se depura para que sábanas y camisones vuelvan a un blanco inmaculado. «Dos lavadoras industriales bastan para blanquear la ropa de las heces y de la sangre que podría ser mi sangre, mi miseria podría ser algún día un camisón cubierto de vómito…» «Bendita sea mi vida, bendita mi salud, porque algún día, quizás, podría ser mi miseria un camisón» Este poemario de Begoña Rueda, que tiene el tono de aquellos bodegones «vanitas» del barroco, la forma de un dietario, y la sencillez de un horario laboral, mereció el XXXVI premio Hiperión de poesía. Y ahora llega el libro, que celebramos.
Servicio de lavandería es otra muestra más, de altura, de la poesía que se ha escrito durante la pandemia (en este caso, antes y durante). Ya aquí en Fanfan comentamos la publicación de La curación del mundo de Fernando Beltrán, escrito cuando el poeta se recuperó de ese viaje a la puerta de la muerte por la pandemia, aunque no la cite en sus versos. O los versos clásicos de Alvaro Tato.
Los versos del capítulo Lavado comienzan el 21 de marzo de 2020: «De casa a la lavandería, y de la lavandería a casa, España hace una semana se declaró en cuarentena por una pandemia de origen asiático. Mil noventa fallecidos y veinte mil contagios más tarde yo sigo esperando el autobús». Una rutina que no tiene premio. Mientras se aplaude a los sanitarios, se olvida a quienes lavan «la ropa de los contagiados con las manos desnudas».
Las manos de la madre
Y así, entre sábanas, camisones y sudarios que plancha para los muertos del tanatorio, la voz que narra tiene la experiencia de la muerte y busca refugio en esa intemperie: «yo por sudario quisiera las manos de mi madre, morir antes que ella y engendrarme de nuevo en su vientre, volver a ser niña y no tener ni idea de que en las lavanderías de los hospitales la muerte se apila en cajas de cartón junto a los inodoros».
Y está también la nostalgia de ese hogar de piedras y manantiales, de panaceite y voces claras de temporeros que dejó (Jaén) para ir a trabajar a la costa: «atrás dejé mi casa, mis zapatos, mi gata, mi cepillo de dientes, mi taza de café, mi nombre». Ahora la vida se divide entre muertos y afortunados. Pero el dolor de la pandemia no tapa otro dolor más hondo, más personal: «me cuesta reconocerlo pero hace tiempo que siento que no la soporto. La vida». Hay poemas breves, de una cruda intensidad: «cuatro semanas después del inicio de la cuarentena se nos hace entrega de la primera mascarilla. Un bozal de papel, para que no nos ladremos la muerte entre nosotras».
El sentido de planchar
En la soledad de su trabajo, una estampa de la Virgen en el bolsillo de una chaqueta es el signo de que hay personas que se ponen esa ropa, y la planchadora encuentra sentido a su trabajo, y guarda la estampa por si alguien viene a recogerla. Ironiza con los términos de la propaganda: «la nueva normalidad es una madre que para poder enterrar a su hijo esperó algo más de mes y medio».
En Aclarado, las fechas de los poemas remiten a un año antes, a marzo de 2019. El desamparo es otro: barcos pesqueros hundidos y su rastro de muertos, pacientes de quimio que esperan a que los recoja la muerte con su bata blanca. Cada prenda, una almohada, sirve para imaginar dolores, tránsitos a la muerte de hombres «que se peinan, se afeitan y se empapan de Varon Dandy como si morir no consistiera sino en dar otro de muchos paseos los domingos por la mañana.»
El desamor, de nuevo
En ese diario, el 7 de abril la autora anota el miedo: «que te gusten las mujeres siendo mujer e ir a trabajar con el miedo a que lo descubran las compañeras». Y pasa todo el turno «intentando parecer igual, intentando parecer quien no me hacen sentir que soy». El desamor vuelve a asomar unos días más tarde, cuando ese ramo de flores que trae el chico de la floristería no es para ella: «maldita fe ciega y malditos todos los que son amados de la misma manera en que ellos aman». Ya solo espera una corona que cubra su lápida o «un humilde manojo de ortigas».
En Centrifugado, epílogo sin fecha, sentencia: «escribo estos poemas igual que plancho el pijama de un niño enfermo». Con esmero. Los poemas de Servicio de lavandería son delicados, hablan del desamor y de la muerte, de la amargura de vivir, de los pequeños detalles con sentido que nos ayudan a sobrellevar la carga, de la invisibilidad de los que limpian la miseria de los enfermos y preparan a los muertos. Tienen una honda y humilde belleza que conmoverá a cualquier lector con medio gramo de sensibilidad.
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