‘Cuadernos de patología humana’, de Orlando Mondragón: una poética del dolor clínico

Cuadernos de patología humana. Orlando Mondragón. XXXIV Premio Loewe. Colección Visor de Poesía

De un tiempo a esta parte, los hospitales y las clínicas han entrado en la poesía, con su olor a alcohol y formol, su dolor desnudo, sus agujas hipodérmicas, las sondas, la sangre, el tiempo suspendido, la muerte. Fue primero Begoña Rueda en ‘Servicio de lavandería‘ la que formuló la visión poética desde el cuarto de lavado y plancha de un hospital. El rastro del sufrimiento en las prendas que llegan al sótano de la clínica. Fue, es, un libro sorprendente, de un asombro fresco en carne viva. Luego leímos versos hondos de Fernando Beltrán en La curación del mundo. Son poemas de un convaleciente que regresó a la vida de la antesala mortal del COVID. Ahora es Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, México, 1993), un médico cirujano y poeta, el que convierte la exploración, la operación quirúrgica, en un material poético de resultados deslumbrantes, a pesar de la pobreza de los recursos. O quizá por esa misma limitación, que deja desnudo el ser doliente de toda existencia humana.

Cuadernos de patología humana

Cuadernos de patología humana explora el punto de ruptura del equilibrio. Al fin y al cabo, la medicina definirá como patológico todo aquello que hace perder el equilibrio en el cuerpo humano o en la mente. La homeostasis, situación equilibrada, se rompe por la enfermedad, por agentes patógenos, virus y bacterias, o por el accidente que provoca la quiebra de huecos, fibras y tejidos.

En estos Cuadernos, hay una reflexión sobre la enfermedad, sobre la muerte y la resurrección, una reflexión estética sobre los colores de la patología, y una introspección poética sobre la vida. Los dos primeros versos son un golpe en la mandíbula del lector: «le tomo la mano a un enfermo para saber que sigo vivo». Establece de entrada que estamos ante un diálogo de la vida en los territorios de frontera que marcan el paso de lo vivo a lo muerto. «el monitor de pulso sigue chillando con su alarma. Una enfermera lo apaga. Silencio».

El médico recorre un pasillo entre camillas «que no acaban de enfriarse. Por encima de cloros y lavandas reconozco el olor de mis enfermos. Cada uno posee un registro propio. Pero no es a corrupción a lo que huele, no es a mugre o corrupción». Y como un sabueso, el doctor siente la muerte por su aroma: «y aunque no sabe cómo, mi olfato reconoce quien está próximo a morir».

También celebra la vida el médico, que asiste al parte, esa vida que comienza entre el rojo de la sangre: «la oscuridad abriendo su acueducto. El líquido amniótico se derrama entre las piernas y el útero empuja al nuevo ser«. Y el silencio, ese silencio suspendido, ese «callarnos antes de poder llorar a todo pulmón». La vida clínica le ofrece al poeta imágenes de un profundo simbolismo humano. Como ese cuidador al lado de su enfermo, los dos dormidos mientras se toman de la mano: «es tan poco lo que hace falta para ser una casa. Apenas estar al lado del otro. Tocarse».

Otras veces es la muerte de una persona que ha sufrido un asalto callejero. Al lado, el asaltante, sobrevive. O el desconcierto de un bebé muerto: «escribo para que el tiempo realice el inventario de los hechos. 24 de octubre. tengo un niño que nació muerto en mis brazos. La madre no quiere cargarlo. ¿Dónde lo pongo?» En otros poemas son los pulsos, el desfibrilador, y la descripción rítmica de cómo la vida se va en unos latidos que se pierden y el reloj que marca el final de una existencia a las 02:45.

Y el dolor en «este Cristo de la cama cinco tiene una corona de espinas en los brazos. En su costado lleva tatuada la muerte. Este Cristo de la calle ha bajado al mundo para morir entre los enfermos». También habitan las clínicas y los hospitales los estudiantes de medicina, y los conductores de ambulancia: «siente que la vida ocurre en cámara lenta, que el tiempo que marcan las sirenas es el tiempo verdadero, el reloj legítimo que debería gobernar el orden de las cosas. Todo lo demás no alcanza la velocidad necesaria»

Venas y arterias, colores rojo y azul, o el blanco inmaculado que «sacrifica su blancura para dejarnos limpios», los tramos limítrofes de la vida, entre la nada y la vida, entre la vida y la muerte, están reflejados por Mondragón con una poética sencillez, con un asombro transido de humanidad, con la visión del médico, que nunca deja de ser la visión del hombre.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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