Fascinado por los trenes y las estaciones, el visitante de la exposición de Louis Stettner en la Fundación Mapfre comprende enseguida que estamos ante un artista que tomó la cámara como una herramienta para descubrir lo humano. Si hay una sola imagen que condensa ese espíritu es aquella en la que se ve, a través de la ventana de un vagón del metro, el rostro que desde el fondo (como en un pozo), rodeado de sombras, de sombreros de otras personas, mira a la cámara con una discreta serenidad. La imagen funciona como primera ventana, el marco de la ventana como segundo encuadre, y en el fondo hay algo humano, en ese apretado espacio donde todo parece deshumanizado, que mira desde la luz tenue del vagón.
Como Walker Evans, Stettner comenzó en los vagones del metro de Nueva York. Armado con una Rolleiflex bióptica, de esas que tienen el visor en una ventana superior, simulaba ajustar los parámetros de la cámara mientras retrataba a los viajeros de Nueva York. Inspirado en la poesía de Walt Whitman, en sus Hojas de hierba, Stettner sabía que no hay paisaje más fascinante que el rostro humano, ese hombre que en palabras del poeta «contiene multitudes».
Stettner era hijos de ebanista. Aprendió el oficio para comprar las primeras cámaras. Su pasión era la fotografía, aunque se adivina con facilidad que las artes plásticas le inspiraban tanto como la literatura. No hay complacencia en sus imágenes, y tampoco militancia. Se repite en los textos de la exposición su fidelidad marxista.
Pero la devoción estética, la celebración de la vida, prima en un trabajo que tiene como centro el ser humano en sus expresiones de transformación del mundo. Stettner busca lo titánico en el trabajador, pero nunca renuncia a la búsqueda de la estética del gesto. Su cámara atraviesa el Nueva York de los años 30, la Europa posterior a la Guerra Mundial, el parís donde encuentra a Brassaï, que se convierte en su tutor.
O la Ibiza de los años 50, donde comparte días de pesca y la lente se entrega al sol, al cuerpo, a la aventura primordial y básica de salir al mar, con el torso desnudo, remar y pescar. Algo que parece añorar esa imagen de 1954 en la que un nombre descansa en un banco de Broolyn frente a Manhattan, los brazos abiertos, la cara mirando al sol.
En los años 70 Stettner se entregará a una fotografía más militante, más política, cuando trabaja entre manifestantes contra la guerra de Vietnam, entre Panteras Negras que reclaman un poder negro. Viaja a la Unión soviética. Pero regresa siempre a la fotografía callejera, a la búsqueda del detalle, en blanco y negro, hasta que llega el color. Es inolvidable ese retrato, el último de la exposición, que recoge el bostezo de un joven negro vestido con una sudadera, cubierto con una capucha, a medias entre el grito y el hastío, apoyado en el capó de un automóvil. Pero entre tantas imágenes de ciudad sorprenden las fotografías de gran formato en las que Stettner se entrega a los paisajes de Les Alpilles, en el sur de Francia, no lejos de la Costa Azul. Retrata imágenes de bosque mediterráneo, el tronco de los pinos, las sombras, una vegetación salvaje. Atento siempre a las fuerzas que están en juego en las imágenes, naturales o humanas. Stettner será siempre el fotógrafo que amaba las estaciones. En las de Nueva York pasaba los días, buscando siempre una nueva expresión, una nueva forma de lo humano inagotable.