De las tres exposiciones inauguradas para este otoño/invierno por la Fundación Mapfre, nos vamos a ocupar en este artículo de la más novedosa y sorprendente. No porque Los veranos de Solana no sean un pretexto suficiente para dedicarles una tarde entera, en esa luz del mediterráneo, en esos verdes acuosos de Zarauz o San Sebastián. Y tampoco porque las fotografías de Mathieu Pernot no sean un encuentro con la fotografía social, con el trabajo lento del artista que acompaña a sus figuras, en este caso una familia gitana, durante décadas. La intimidad que consigue Pernot es muy difícil de lograr; la capacidad de que las personas abran su mundo para mostrar a los que viven en la periferia, es un premio. El esfuerzo merece la pena. Pero Rosso es quizá menos conocido por el público español. Se trata de un escultor revolucionario, un artista sorprendente. Su arte ha vivido a la sombra de su gran contemporáneo, Auguste Rodin. Pero la huella de Rosso (Turín, 1858-Milán, 1928) en el arte posterior es más nítida y perdurable que la de Rodin. Su camino artístico es tan desafiante como el del francés.
Las obras de Medardo Rosso que se exponen en la Fundación Mapfre son las más vanguardistas, las más experimentales. A través de los bronces y los yesos es fácil explicar porqué fue un artista incomprendido en su tiempo. Su camino consiste en desmaterializar la piedra o el metal para hacer que la escultura capte la sombra, el recuerdo de un instante, el gesto íntimo de una madre que amamanta a un niño, la risa que transforma un rostro. La materia de Rosso aspira a ser agua, luz, apenas un perfil entrevisto en la penumbra. Por eso, en la exposición acompañan a las obras colecciones de fotografías y de dibujos. El arte de Rosso está íntimamente relacionado con el de la fotografía, como los estuvo el de Degas, por ejemplo.
Su forma relaciona a la escultura con la pintura. Con el arte de sus contemporáneos impresionistas, pero sobre todo con los maestros antiguos. Una serie de esculturas de cabezas de niños remite de forma inmediata a los restos de estatuas hallados en civilizaciones antiguas: por su tosquedad elemental, por el deterioro que la erosión ha dejado en los rostros, que parecen apenas entrevistos detrás de un velo, un velo de tiempo, de luz. El Bambino al sole es apenas un dibujo trasladado a la materia, una vibración de una fragilidad extrema, como si el gesto estuviera a punto de desaparecer, un recuerdo borroso.
Rosso se adelanta. En sus obras está impreso el camino que luego seguirán
Constantin Brancusi, Alberto Giacometti, Lucio Fontana o el más contemporáneo
Thomas Schütte. La tradición marcaba que la escultura debía expresar lo permanente a través de la masa y el volumen. Rosso vacía la materia para plasmar el recuerdo que
le ha dejado la contemplación de una escena. Busca trasladar la emoción, la huella mental que retiene en su memoria. Son 300 piezas. No están ordenadas en un sentido cronológico. Y constituyen una de las exposiciones más interesantes de esta temporada.