Debajo de la mesa. Memorias. Juan Abreu. Ladera Norte editorial.
Juan Abreu ha escrito sus memorias, las de la infancia y la juventud, las que van desde las primeras imágenes que guarda en el recuerdo hasta la salida de Cuba por Mariel, aquella fuga masiva de la isla, que Castro convritió en un problema para los Estados Unidos y una razón más para perseguir a todo disidente y a sus familias. Todo con tal de no reconocer el fracaso de su gobierno. Las Memorias de Abreu son una celebración de la vida y de la libertad, de las mujeres y del humor, de la literatura. Y por tanto son incompatibles con el comunismo castrista, con la mugre socialista, con la dictadura, la delación, la miseria moral y la persecución del discrepante. Abreu escribe, siempre lo ha hecho, confiesa, para hacer feliz a su madre.
Dos personajes ocupan los lugares prominentes en la memoria de Abreu: la madre, Mima, y Reinaldo Arenas. La madre, en la infancia y en la juventud. Es la que levanta la voz como una guerrera cuando sus niños han sufrido el desprecio de una vecina, que no les deja ver su televisor. Es la que le anima a largarse de la isla cuando lo de Mariel: «¡sálvense ustedes que son jóvenes!» Arenas, el perseguido, del que esconde manuscritos en el jardín de casa. Arenas, del que aprende el valor de la obra literaria, la dedicación a la literatura, la libertad de crear. Abreu evoca en la segunda parte del libro algunas escenas de la siniestra dictadura de Castro. Reynaldo, Rey, escondido en el parque Lenin, pescando con un hilo algunos peces del estanque, oculto en una alcantarilla de la que salen ratas cuando se mueve.
Las memorias de Abreu funcionan por imágenes. Como todas las memorias. Uno recuerda entre brumas, de las que salen destellos. El recuerdo tiene muchos vacíos, pero mantiene vivas algunas estampas por su valor, por su capacidad de revelación. Y Abreu las trabaja con una prosa en la que se combinan el dulce sabor de un hogar y la piedad con la que se contempla, pasados los años. Así se suele ver la pobreza, como una circunstancia en la que se valora sobre todo la dignidad. Y la familia de Abreu era pobre. Ya lo era antes del castrismo, y lo fue más, como casi todos los cubanos, cuando llegó lo que llama «la liberación».
Los Castro liberaron a los cubanos de la comida, del aceite, del jabón, del papel higiénico, y a muchos de la decencia. En casa de Abreu nunca tragaron con el comunismo. Y así, escribe Abreu: «si tuviera que identificar la llamada Revolución Cubana con algo, la identificaría con la desaparición de las cosas. No de las grandes cosas (que también), sino de las cosas pequeñas: una botella desechable, un pedazo de turrón, la suavidad del papel higiénico, una cuchara, un vaso de vidio, el olor a jabón, el sabor de una manzana, el frescor que deja en la boca la pasta de dientes».
Al niño Abreu le atraen pronto los libros y las mujeres. De la comida no había mucho que decir, porque a pesar de que tenían nevera, regalo de la abuela paterna, no había mucho que poner a enfríar, sobre todo después de Castro. Evoca con celebración los libros y las chicas. Se recuerda bajo la mesa agarrado a un tomo, de entre lo poco que se podía conseguir, y en un rincón, atornillado a la vecina, palpando los primeros pechos, antes de recibir la paliza de su madre.
La juventud es el momento de asomarse al absurdo del castrismo, el servicio militar obligatorio, la zafra, o los trabajos para reeducar al rebelde. Anota también el día que vio a Castro, que lo tuvo a tiro de su fusil, porque pasó cerca de donde el recluta Abreu hacía guardia. El dictador le miró desde su automóvil. Reconoce Abreu que antes de apuntar habría sido abatido por los fusileros que acompañaban a Fidel.
Todo el libro es una celebración de la vida, del placer, de las letras. Y por tanto, una condena de su abolición. Con la revolución «llegaron las purgas de homosexuales, la guerra a lo lúdico y lo refinado, la guerra a lo civil y lo placentero. Llegaron los cierres de clubes que hicieron de La Habana un centro de vida y energía mundial. Llegó la campesinización del país, la deliberada destrucción de la belleza aquitectónica, la militarización de la realidad, la cultura del aborto, la aniquilación de la inocencia infantil, el gubernamental culto al delator, las ceremonias del odio, la cultura de la guerra y divinización del régimen, llegó la impunidad ideológica y el vasallaje y prostitución del sistema jurídico. Llegaron el chantaje y el miedo como formas predilectas de gobierno».