El pensamiento adecuado no nace de la nada

A tientas, decidimos un camino. El primero lleva la peor parte, ya que da la cara ante el inmenso prado de posibilidades y peligros que acechan entre la hierba, pero algo lo lleva a introducirse ahí. A machetazos, el valiente abre brecha con la incertidumbre y la inquietud de lo que pueda encontrarse en medio de una nada verde, salpimentada de amapolas y lirios.

La brecha se cierra a su espalda hasta que otro valiente y luego otro, ensanchan dos palmos de la tierra hollada por el primer desbrozador de caminos, segador de la vasta planicie que se abre y se cierra, según la cadencia musical de la brisa. Sin duda, el mérito hay que dárselo  a quien tiene las agallas de enfrentarse a una realidad que puede serle hostil, pero no hay vereda que construya un hombre solo; hacen falta muchos miles de pies que apelmacen el piso como aquella copla de una veredita que “no cría hierba…”, precisamente, por el apasionado trasiego de los amantes que vienen y van dejando el rastro de su pasión.

También, a tientas, alguien se asomó al inmenso reflejo del cielo y diseñó, es decir, pensó al observar las aguas, una primera y rudimentaria forma de adentrarse en el mar profundo que enmarca el alba y la atardecida. Seguramente aquel travieso individuo acabó estrellado contra la primera ola, o se partió la crisma contra las rocas que lo esperaban al final de la corriente. Pero otro fiel observador de los hechos, avisado ya del trance, se encargó de sortear los mortales requiebros del oleaje, perfeccionando su embarcación  y partir a donde otros sólo suponían la existencia de dragones.

De estos apasionados que perdieron la vida para hacer la nuestra más fácil, apenas se recuerda el nombre. Y nosotros, ignorantes, pensamos que los trazados de navegación, la cartografía de los espacios y el calado de las costas nos viene de serie en el disco duro o descargando alguna aplicación. Pero no, no es así. Cada dirección que tomamos ya ha sido transitada por millones de personas antes que nosotros, vanidosos de vocación umbilical.

¿Y a qué viene esto?, se preguntará el lector. Viene a que no hay paso humano que no parta, al menos, de tres o cuatro premisas y viene también a que no hay conocimiento sin compañía, ya que cuatro ojos ven más que dos.

La primera puede ser la curiosidad.  La persona es curiosa por naturaleza; tiene el don de la atención y, cuanto más atenta, más detalles percibe de la realidad. Más cosas le dice. Más expresiva se vuelve. Y, sobre todo, se revela más bella. Ya contaba el escultor Eduardo Chillida en una de sus entrevistas, que  estuvo años entre las rocas observando  el movimiento del mar, su rumor, sus resacas y su adecuación al tiempo hasta crear los peines que ahora usan toda las señoras de San Sebastián.

La segunda, creo, es la necesidad. Quien tiene todo, no necesita nada; quizá un sillón y poco más. Pero no hay persona en este mundo que se encuentre siempre en esas circunstancias y que sea, al mismo tiempo, tan vaga. Bueno, Oblomov sí, léanlo; pero al resto de mortales siempre nos  falta algo que impide sentarnos a ver pasar las nubes, de ahí que broten caminos de la nada con un punto final y que en esos caminos se arracimen casas hasta que nace un pueblo y luego otro, y otro más. Porque otra evidencia es que el esfuerzo solitario tampoco soluciona mucho. Hacen falta generaciones, invasiones y migraciones que comparten, o absorben, su saber para crear eso que llamamos cultura y que hace que ya no se estile-por ejemplo-  el taparrabos, aunque nunca se sabe con esto de las modas. Además, no hay nada más triste y aburrido que el solitario que se vanagloria de bastarse a sí mismo para enfrentarse a todo. ¿Quién piensa así no tuvo madre, no tuvo hermanos, no tuvo a nadie que lo enseñara a atarse los cordones?

La tercera es la confianza. Misteriosa premisa esta en un mundo que duda de todo, ya que nacemos, crecemos, somos alimentados, vestidos, educados, acurrucados entre los brazos de otros, a los que nos abandonamos confiadamente cuando nos damos un buen tropezón. Quizá el dubitativo Descartes no observó demasiado el proceder de los niños, o al menos no lo observó tanto como Jesús que los pone de ejemplo a seguir;  o no se observó a sí mismo cuando, por sorpresa, se fio de alguien, aunque fuera del mesonero que le servía la comida. Un ser desconfiado, no sólo es un ser triste, sino también alguien incapaz de tomar una decisión. Así que no sirven para aventurarse en nuevos caminos y en nuevos mares. No sabrían ni por dónde empezar…

Y el último que engloba a todos es la sed; la sed inmensa de mar. La sed inmensa de caminos nuevos. La sed inmensa de cielo, cuando nos da por asomarnos a la ventana para ver cómo el sol se tapa con su manto nocturno hasta las orejas. La sed inmensa, insaciable, incontenible, de compañía a la que confiar o confesar nuestros dolores y con la que andar las avenidas que otros han tenido el arrojo de abrir en la espesura.

Para pensar adecuadamente hace falta, por tanto, ser humilde, tener  una compañía adecuada, una confianza de niño y esa misteriosa sed que describe Osvaldo Pol cuando descubre que

“Vive para la sed

todo viviente,

escrutando el momento y los enigmas.

Sabiéndose situado en el engaño

y en la fecundidad que otorga el sueño…”

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