Huya del formalismo, sin contemplaciones

Donde oiga hablar demasiado alto de orgullo y superioridad moral es, seguro, que lo quieren engatusar con algún relato carente de trazas objetivas. Donde oiga hablar de grandeza y chovinismo afrancesado con más empacho que empaque, o vea que hacen uso de la anhelada libertad ‘contra los otros’, -créame- : ese recurso no es más que propaganda filoprotestante importada, populista y adoctrinadora, porque la libertad como el amor o la verdad, no van nunca contra nadie ni buscan enemigos; van siempre a favor, son liberadoras y no deben usarse a contrapelo de la frágil criatura humana.

Si encuentra un lugar en el que se intelectualice demasiado sobre estas realidades tan necesarias para respirar como si fueran ideas arrojadizas, no lo dude, malversan los significados a conveniencia. Así que corra, coja su casco, póngase a cubierto o directamente huya sin mirar atrás, sin contemplaciones, sin miramientos porque no es momento de distraerse con las vistas; deserte, desaparezca, no quiera ver cómo lo persigue algún apóstol del bienestar, gesticulante como un apasionado predicador contra el irredento mundo presente. Hágame caso. Aquí, afortunadamente, no somos calvinistas, no miramos ni vivimos de qué hacen los otros por las ventanas ni estamos para aguantar a puristas, moralistas y pesimistas que quieren sacarle los cuartos con fórmulas que ahorren la fatiga del vivir, que ya tenemos bastante con los aranceles que le ponemos al corazón como para echarnos encima más cadenas.

Ya dice el afilado refrán “dime de qué presumes…” para descubrir la debilidad del enorgullecido propagandista que pontifica sobre el honor, pero no quiere ver la realidad objetiva de un país apoltronado en el escándalo y engañado por el humo que, en realidad, oculta lo grave, lo preocupante: que el español está enviciado, está podrido, hiede a muerto por exceso de formalismo y de alucinógenos de apariencia, con su contraproducente reacción de negatividad y retroceso.

España es libre, dicen los bienpensantes generalizando a bulto. Nada más lejos de lo real. España vive, más bien, bajo la apariencia dominical de ropa bien planchada, raya bien peinada y tendencias que van y vienen del rosa palo al salmón y al aburrido jersey beige formal, absolutistamente formal sobre una camisa de cuadros -con todos mis respetos para los amantes del beige, los cuadros y el rosa palo apagado, casi pálido, desteñido que le sale tan barato a las franquicias en Bangladesh-. Busquen un traje morado y una camisa de flores rosas; ya verán cómo se sale enseguida del presupuesto, del canon y lo tildarán, además, de podemita o de lo otro, por envidiosos y por criticar que algo queda.

España, señoras y señores, vive sumida en un absolutismo soporífero, bajo la dictadura del cortesano de la que nadie habla, precisamente, por eso: por formal y por no despeinarse demasiado para que no lo echen de la corte; por querer guardar las formas, por “nadar y guardar la ropa”, por no salirse del tiesto en el que lo han plantado desde niño para que brote otro nuevo sujeto formal, igual que su papá cortesano, que no moverá un dedo por nadie y que será otro ‘individuo’ más, otro que calla, otro indiferente ante las injusticias que no lo encharquen a él, o no lo comprometan. ¿Y para qué sirve alguien así?, se preguntará el lector con algo de sentido común y de aventura, que necesite personal con cierta autonomía o que tengan un punto de arrojo para afrontar ciertas misiones…pues sirven para poco más que para “marear la perdiz” con la corrección política, la educada perversión de despachar con prisa los compromisos, los mensajes fríos que cambian la palabra ‘perdón’ por una impersonal ‘disculpa’, el abuso de la abstracción, el alejamiento de toda naturalidad y de franqueza, convirtiendo todas las relaciones en una extensión más de esos departamentos de recursos inhumano-empresariales, en los que envararse ante jefes que no responden al saludo o que, directamente, ni saben el nombre porque se creen eso: formalmente superiores con su ridícula pose de integridad y esperando que no les cague una paloma.

Lo que no saben aquellos que viven bajo esta tiranía de lo formal y de lo correcto es que su aparente altura moral, su aparente e inatacable rectitud, su aparente superioridad sobre el resto de los mortales, no sólo es una fachada mal encalada, sino una esclavitud que tarde o temprano, acabará por dejarlos solos con su aparente perfección.

Así que relájese con la receta de moralina; al menos el rato que me lee porque yo soy pobre y no tengo nada que, como dijo san Francisco es “poseerlo todo”; y porque aquí no somos cortesanos con fulares beige y somos más de flores y lunares, de firmar con un apretón de manos a pesar de algún disgusto, de saludar y preguntar ‘cómo estás’ con una sonrisa franca e imperfecta, con un diente y la humanidad torcida  por ser criatura natural, de carne y hueso, con nuestras cosas o sin ellas, pero siempre humanos.

Quien se crea más y mejor que el resto, que coja la piedra de dilapidar y dispare, que han brotado muchos fariseos y talibanes por las últimas subvenciones, o como aquellos mozos de la desternillante película Amanece que no es poco. Y quien quiera seguir interpretando mal su papel angélico en tonos beige o de Inmaculada Concepción de la pureza correctora de sonrisas, que pida la hoja de reclamaciones a quien crea conveniente, o que produzca la segunda parte de Cielo sobre Berlín, un peliculón. Pero que no se mienta a sí mismo o a sí misma escandalizándose sólo y a solas por los vergonzantes errores del populacho. Porque todos, absolutamente todos, llevamos mil sangres en las venas, hemos roto un plato alguna vez y hemos seguido adelante, siempre gracias a otros que, a su vez, han roto alguna vajilla entera, que aún resuena el estruendo por toda la casa y algún plato no ha dejado de rodar por la cocina.

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