De mi eterno devenir entre Granada y la capital, no sólo he guardado fatigas sino que, a fuerza de observar el paisaje de ida y vuelta, lo he retenido en la memoria como un mapa por el que camino con la imaginación y, además, cuanto más lo recuerdo, más pruebas da de un constante cambio, de un constante renacer.
Este año ha sido especialmente explícito en fatigas y en rebrotes con sus lluvias sobre la Andalucía de oro y vacío, que sufre el peso del sol como nadie. A pesar de esto y de más, una semana vi ante mí un milagroso cambio de la estepa en océano enjoyado de olivares como si fueran infinitas flotas de barcos esmeralda, entre miles de cañadas de agua pura.
Las compuertas del cielo se abrieron, y donde sólo quedaban las huellas agrietadas de viejos ríos con un ridículo cartel, apareció un cauce inmenso, un torrente que bajaba y serpenteaba entre las rocas, las colinas, las arboledas hasta perderse en mil riachuelos por los pueblos en lontananza.
Pensé en mi hogar, en mi familia, en los patios, en las veredas del Sacromonte y en mi ciprés, que estaría bamboleándose tratando de rascar alguna nube con su catedralicia punta, llena de gorriones creyentes. “Todos estarán bien”, recuerdo que me dije.
En una semana, toda Andalucía se había revestido con un manto resplandeciente de distintos verdes, desde la inmensa boca del Guadalquivir hasta bien pasado Almuradiel, donde se disipa o se abre, una luz única, como un visillo que separa la Bética del resto del mundo.
Al principio, esa luz se percibe como un resplandor, como un fogonazo instantáneo. Con los años, se ve claramente la diferencia de cielos, igual que percibe el ojo atento un pequeño escalón de agua por el choque entre un océano de nada contra nuestro bellísimo mar Mediterráneo. Lo sé porque muchos lo hemos comprobado y hablado. Y sabiendo, comprobando, he llegado a la conclusión de que toda la naturaleza, de una manera u otra, resucita, vuelve en sí, retorna con una fuerza incontrolable; y que ese retorno, lejos de ser aburrido, puede ser interpretado como una resurrección inesperada.
No dudo ni me opongo a quien interprete los datos, las pruebas, los hechos a su manera. Para eso están; para ser interpretados como materia científica o como materia de sueños poéticos, fundamentados siempre en lo tangible y cada uno hace con sus cosas lo que quiere. Sin embargo, la materia, por sí misma, no puede agotarse en una sola interpretación. Sería irracional comprobar unos datos dados, concedidos, relativos siempre a algo precedente para dejarlos después asentados sobre el vacío, que no es tangible ni es nada. Y en otro sentido, la comprobación científica que interpreta de un modo, no puede nunca descifrar la conmoción que aquella Andalucía paradisíaca dejó en mi alma. No sé yo si la inteligencia artificial podrá reproducir a su precedente natural y, de paso, hacer brotar la experiencia de la hermosura y de la alegría en el corazón humano…
Como digo, no me opongo a quien ve sólo lluvia, tierra y fenómenos atmosféricos. Pero si todo vuelve, retorna de un modo imprevisto como el generoso torrente que ha endulzado nuestras olivas; si los pájaros vuelven al mismo lugar, si los nombres que ponemos a las estaciones significan algo por su acostumbrado y ordenado paso, dejando señas, huellas…; si la naturaleza toda resucita, ¿por qué no podría volver un hombre del crudo invierno de la muerte? ¿Somos, acaso, menos naturaleza? ¿No podemos ser como flores que hoy brotan aquí, las seca el sol y mañana rebrotan con una micra de ellas mismas en otro lugar más su(b)realista, donde no hay sombras y la realidad está abierta de par en par?
Yo creo que esta interpretación poética de la realidad es más profunda que la científica y no la contradice, sino que la incluye usando los mismos datos; de ahí que poética y -sana-religión vayan siempre de la mano, aunque la divinidad sea una mujer, una amapola, un mar bravío o un deseo esperanzado como el de Carmen Conde, que interpreta, atentamente, y a su modo, partiendo del asombro frente a una realidad que le pasaba desapercibida:
“Declaran suave luz seguras miradas
recuperando aves que antes no veías;
los frutos en sazón, los árboles augustos;
la razón otorgada al universo, de serlo (…)”.
En estos días de Pasión, siempre pienso que la bendita muerte existe como la bisagra de una puerta que Otro abre, a la cubista manera de mostrar la profundidad del objeto eterno, para volver de un modo distinto, reverdecido, al mismo lugar en que la Eternidad muestra toda su hondura a todos los que habitamos en el borde mismo del ahora.
La misma Carmen Conde remata su poema con ese puro deseo que brota, inesperado, en el corazón, después de la mirada:
“Cuán sencillo es ahora. Extendiendo las manos
alcanzar lo que ayer eran sombras y hoy
deslumbrantes criaturas que manan alegría.
Qué lejano el dolor, qué asfixiada la angustia
por ese pensamiento que arranca al infinito
la dulce claridad de esperarnos eternos.”
Como podrá comprobar el lector, secretamente, hay más de uno que sorprende esos brotes en su pensamiento, en su reflexión, en su anhelo de que todo siga su curso de un modo más hermoso; que haya un quebranto, una grieta en la muerte de cada día y que el dique de lo eterno ceda para llevarnos a navegar al gran mar. Además, cuando pienso en quien me precede con tanto amor; cuando pienso en mi familia, en aquellos que amo, en aquellos muertos ya invisibles a mis ojos, me parece que falto el respeto a su ser objeto natural, a su presente y a su futuro que, una vez brotó aquí y debe haber renacido en la otra estancia que aun no veo. Y además, creo, sé, que también faltaría el respeto al mismo Cristo, al Hombre más Bueno, tan bueno, tan generoso en las señales, en los hechos, que no se le puede quitar el crédito y la confianza tan a la ligera.
Todos somos convocados a la interpretación seria de los signos. Yo no los querré menos por estar en desacuerdo en las conclusiones. La fe, además, es un don y no una costumbre -según el Catecismo- así que nada de hacer comulgar con ruedas de molino…, pero ¿no les parece extraño que un crucificado común, un ajusticiado más en el rincón oriental de un imperio haya trascendido, y de qué manera, a todos sus antepasados hasta recomenzar la Historia, a partir de un brote judío? Desde luego, tenía que ser un crucificado muy especial. Porque si todo fue una fábula, si todo fue mentira, tiene mucho mérito haber sostenido el relato tantos siglos. Ya quisieran algunos césares, de hoy y de ayer, conocer la pócima, el conjuro, el secreto para vender la patente en nombre del sacrosanto dinero.