Quien trate de arrancarse la nostalgia, lo tiene crudo, dicho así para entendernos. Porque la nostalgia es el último reducto por el que el corazón avisa, se queja del poco cuidado que le damos. Caigan en la cuenta, el pobre palpita solo y no le hace ni caso. Tanto es así, que la cabeza del contemporáneo y aparente sapiens al cuadrado puede decir con sonrisa recién estrenada que “está bien”, mientras siente los crujidos y las grietas de su corazón reseco, sin confundir el ruido con los retortijones de hambre, propios de la dieta o la pobreza.
La nostalgia y su consiguiente suspiro de alivio, la distraída manera en que tratamos de no hacerle caso, dice -impertinente- otra cosa bien distinta. Ella se rebela y revela la dimensión real de una insatisfacción inabarcable, infinita, imposible de rellenar con fruslerías, caprichos, o personas usadas como un juguete.
Ella se rebela y revela que no basta el plan perfecto, las vacaciones ansiadas, la icónica imagen familiar proyectada desde la infancia como un proyecto, como un cálculo, cómo una medida, como una convención social para sobrellevar el desconsuelo. Nos decimos “ya pasará…”, pero no pasa. Además, eso lo saben ustedes mejor que yo si han pasado el medio siglo sin bastón…o acaso, ¿no les sorprende una ausencia de algo; “un no sé qué que queda balbuciendo…” como le dejaba el Amado al pobre Juan de la Cruz en su bendito Cántico?
¿No les sorprende una tristeza y se van solos al cine, si pueden? ¿No les sorprende un echar en falta algo, un echar en falta a alguien, aunque estén todos presentes y los cuente una y otra vez?
¿No les gustaría, de repente, hacer otra cosa; ir a otro sitio, escapar? ¿Escapar incluso de sí mismo? ¿Del ruido incesante, de las palabras, de los tópicos lanzados frívolamente? Pero, adónde, si acaba de volver de puente…¿adónde ir que no nos siga esa sombra, esa persistente llovizna, esa tristeza que aparece en el momento más feliz, de vuelta en el silencio del coche tras volver del paraíso?
¿Y por qué aparecerá, justo, en esos momentos más imprevisibles; cuando nadie la espera, cuando todo “va de perlas”, cuando se ha conseguido el objetivo soñado, el éxito absoluto, la imagen ya preestablecida como sueño? ¿Por qué aparecerá en el vacío de la casa recién comprada, vacía de muebles, vacía de historias, vacía de aquello que se supone que se compra al pedir una hipoteca? No sé si se hacen tantas preguntas como yo o como Vicente Aleixandre:
“¿Por qué protestas, hijo de la luz,
humano que transitorio en la tierra,
redimes por un instante tu materia sin vida?
¿De dónde vienes, mortal, que del barro has llegado
para un momento brillar y regresar después a tu apagada patria?…”.
Pero si no se preguntan ustedes, ¿quién lo hará? Si no sienten en el pecho esa infinita carencia, ¿cómo descubrirán por sí solos qué necesitan, sin que otros traten de usurpar un puesto que no les corresponde, que, además, les viene grande entre tantas bóvedas desconocidas, como tiene su corazón?
Si no han conseguido verbalizar la sentencia, o dar con la afirmación exacta de su deseo como me sucede a mí, yo siempre vuelvo a la diva absoluta del saetazo lírico, a doña Fina García Marruz; porque, al final, las mujeres siempre son más determinadas para según qué cosas tan inmensas como el deseo. Lean lentamente:
“Qué extraña criatura es esta, Señor, que en el deseo
satisfecho, se queda al fondo, deseando,
y al cabo, de su risa se defrauda
un poco, y en la pena deja despierto el cuándo.”
Se defrauda, se decepciona, se apena como todos. Y sin embargo, la genial poetisa deja el espacio a la posibilidad de que suceda algo imprevisible. “Deja despierto el “cuándo…”; no abotarga el corazón con distracciones; no se contenta con un poco más de lo mismo. Porque la nostalgia, si algo tiene es persistencia, tozudez, insistencia en ser llenada hasta el borde. Y por eso, nunca hay que verla como un enemigo, ni tratar de exterminarla como una mosca incómoda, por no decir otra cosa; ya que la nostalgia, en el fondo, es nuestra amiga, es el signo último de nuestra humana condición y signo de nuestra grandeza; y motivo por el que andamos elevados, de pie, de puntillas, con tacones, tratando de trascender, tratando de asomarnos a ver qué hay más allá de las empalizadas, de los muros fronterizos y del mismo cielo.
Quien llegue a Marte y pueda contarlo será, precisamente, por esa cadena humana de seres con tacones, o sin ellos, que se elevaron, se reunieron, se convocaron, construyeron, probaron, examinaron todos los cohetes para ir al “cuándo”. Y de cuando en cuando, comprendemos que luego querremos ir más allá del más allá, porque Marte se nos ha quedado pequeño, nos ha dejado insatisfechos. Así somos. Así nos han hecho. Les invito a descubrir por qué y a que sean agradecidos de tener un alma que no aspira sólo a una buena charca de barro y a comer bellotas por los encinares de Dios.