El embarazoso test de la libertad

Un país aparentemente libre puede albergar a muchos esclavos, que no se reconocerían como tales por aquello de impostar autonomía y libre pensamiento. Casi nadie reconoce sus limitaciones y debilidades hasta que ya no hay más remedio; y no hay debilidad más grande en este momento de la Historia que la dependencia del dinero y de la propia opinión. Éste es el gran talón de Aquiles capaz de hacer cojear democracias, convicciones, lealtades y fidelidades pétreas por un buen puñado de euros.

Asómese a comprobar por usted mismo la gran variedad de esclavitudes: hay esclavos de sus palabras, esclavos de su pasado, esclavos de favores ocultos que terminan saliendo a flote en cualquier playa, esclavos que se creen libres por hablar el mismo idioma de quien paga, por secundar a las distintas mayorías, por encontrar un hueco donde recibir palmaditas en el hombro.

Hay esclavos del discurso, esclavos del relato, del prejuicio; esclavos que sólo podrán vivir dentro de la jaula en la que conviven sus iguales; la jaula de los loros, la jaula de los grillos, la jaula de los monos mimetizados en distintas selvas mediáticas, hasta que la deforestación cultural del sentido común o el desequilibrio de razón y sentimiento, los obligue a buscar otra selva semejante porque no saben vivir fuera de su sacrosanta opinión, o más allá de la sombra que los cobija.

Quien crea ser libre, o quien sólo se conforme con aparentarlo, debería -por su bien- repasar los cimientos de barro sobre los que ha asentado su libertad condicional. Tal vez encuentre un charco profundo de limo y basura en el que es imposible que florezca nada, salvo su propio reflejo cetrino y el eco de otras mil voces que repiten sus mismas frases.

De ser así, comprenderá que libre, lo que es ser libre, no lo es del todo. Además otros esclavos le dirán que esa libertad es un imposible cuando se sienten en el suelo a descansar, en la parte cortada del infinito cañaveral que los rodea y que  impide ver el horizonte entre tanto barrote de caña.

Sin embargo y aunque estos otros esclavos pueden ser más disuasorios que el látigo del patrón, nunca podrán ser más potentes que el ansia del alma por huir de la condena. A veces, en secreto, sin confesarlo a nadie, se recuerdan a sí mismos de otro modo, en otras circunstancias más ligeras y -claro- aflora la añoranza, el viejo anhelo, el joven y lejano sueño de vivir sin sumisiones:

“Eras de vientos y de otoños,

eras de agrio sabor a frutas,

eras de playas y de nieblas,

de mar reposado en la bruma,

de campos y albas ciudades,

con un corazón de música…”

diría el gran José Hierro.

Eras… eras; ahora ya no. De hecho, no hay prueba más elocuente de esclavitud que la de aquellos a quienes abres la jaula, proponiéndoles un horizonte de libertad, un mundo lleno de colores y formas, un mundo con los matices que el enrejado impide ver y, con pena, prefieren seguir dentro de sí mismos, oliendo su propio sudor, repitiendo los mismos gestos, autoimpuestos por alguna necesidad en nombre del chantaje del poder o de otras circunstancias más inconfesables.

Como el corazón no sabe de imposturas ni de chantajes, se queja amargamente de su cautiverio. Qué bien lo describe Delmira Agustini:

“Yo muero extrañamente…no me mata la Vida,

no me mata la Muerte, no me mata el Amor;

muero de un pensamiento mudo como una herida…

¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida,

devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?”

Y qué queja tan honda la del poeta Jaime Torres Bodet, cuando describe esa inquietud  y un gran deseo de serenidad…

“…la aurora me fatiga, y me siento extenuado

antes de haber vivido, con un temor eterno

 de que la vida rompa la magia de mi fuerza,

de que la luz del sol borre en el cielo

la trémula caricia del plata del lucero,

con el temor continuo de tener que vivir

una vida en que muere todo ensueño…

y me invade un profundo desaliento,

un asco para todo,

un deseo infinito de huir el movimiento

y de ir velando todos los cantos de la vida

con el divino canto del silencio”.

Ciertamente, el esclavo- libre de hoy, no ansía otra cosa que el silencio, mucho silencio después de un día y otro y otro escuchándose a sí mismo contar los pesados eslabones  de su cadena y la invitación de sus semejantes a no abandonar la celda de sus dogmas. Cada uno es libre -en principio- de escapar a otros parajes, ver otros cielos, escuchar otras palabras, otras opiniones, otros juicios… o seguir tarareando  la misma cantinela para no perder comba entre las camarillas, las camadas y hordas del tópico único, extrapolado, que no llega a pensamiento, porque no deja entrar en su mundo la caleidoscópica riqueza de la verdad. Pregúntese, no lo olvide. Pregúntese por su queja, por qué lo dejan decir sólo lo convenido y por qué se censura  descaradamente a sí mismo cuando duda de sus convicciones. Hágase el test de la libertad pero, cuidado, puede dar un resultado muy amargo y muy embarazoso.

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