Los apagones que no vemos

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los apagones que no vemos

Sí. Hay apagones que no vemos, que son imperceptibles. A los que apenas prestamos atención y apenas los sentimos dentro hasta que ya es demasiado tarde y se viene abajo toda la instalación por excesivo cableado, puentes y mangoneo con la electricidad. El primer apagón al que no damos su debida importancia sucede muy temprano, cuando por dejadez o por educación, dejamos que la realidad se apague en nosotros. No sabemos cómo sucede, pero sí; la realidad comienza a empalidecer ante nuestros ojos hasta que un día de tantos, la tangible, colorida y hermosa vida que de pequeños imantaba nuestra atención, deja de ser un objeto atrayente y pasa a ser decorado demodé, como de casa de abuelos en el pueblo.

No hay mayor demostración de este fundido en negro como el hecho de abandonar la práctica tan humana de interrogarse por todo, la de señalar con el dedo de un niño pequeño al perro, al árbol, a la luna casi llena, que parece sostenerse sobre una lágrima blanca en el infinito cielo antes de redondearse del todo. Aquella sorpresa indescriptible, ya olvidada, ante los misterios relucientes que se revelan sólo a los ojos nuevos, limpios aún de respuestas y prescripciones publicitarias o morales.

Jorge Carrera Andrade describe esa sorpresa primera y el decaer progresivo de la atención cuando escribe:

¡Oh país de mi infancia,

cordilleras y ríos,

corazón triturado

en todos los molinos!

Con los años yo perdí

el frenesí de vivir.

Hoy vivo pacientemente,

asceta junto a una fuente…”

¿Ven? del frenesí al paciente ascetismo de quien ha perdido la dicha primera. Una experiencia de plena actualidad. Después, sucede otro apagón. Este es más grave, aunque no definitivo,  que es el obviarlo todo como si nada tuviera valor ante unos ojos a los que algo les arranca la luz y la curiosidad. Y donde no hay curiosidad, no hay preguntas ni tampoco el humano fluir del pensamiento, siempre insatisfecho. Siempre a la espera de una novedad.

Esta es  la hora triste de la manipulación; la hora del adoctrinamiento a través de respuestas que sobrevienen sin interrogante. ¿Y dónde va la respuesta a una pregunta inexistente? Al cubo de la sinrazón y a la decadencia de quien quiere que le den todo hecho, sin comprobación, sin certeza, sin capacidad de rehacer las piezas de un puzle en la oscuridad de una mente apagada.

Si además, el contenido de la respuesta niega toda posibilidad de pregunta, como la afirmación de que todo es nada y volátil como ceniza, la oscuridad puede llegar a ser absoluta y puede hacer confundir a dioses con ídolos y a ídolos con hombres con un ego tan desmedido que necesiten exterminar a una nación entera para aposentar con suficiente espacio su ‘yo’.

En cualquier caso, siempre se puede retomar la buena praxis de preguntarse para volver al buen camino; es decir, al propio, al de cada hombre libre que quiera contrastar sus oscuras hipótesis, sus razonables prejuicios, con la vida real que ciertas propagandas niegan.  Como ser inteligente y sensible, Octavio Paz viene a decirnos lo mismo de un modo más bello:

Prófugo de mi ser, que me despuebla

la antigua certidumbre de mí mismo,

busco mi sal, mi nombre, mi bautismo,

las aguas que lavaron mi niebla.

Me dejan tacto y ojos sólo niebla,

niebla de mí, mentira y espejismo:

¿qué soy, sino la sima en que me abismo,

y qué, sino el no ser, lo que me puebla…”

Si el apagón ha sido demasiado largo, la pereza mental demasiado espesa y el consumo de alucinógenos ideológicos excesivo como un rastafari insensible al sol jamaicano, la avería puede cegar y ensordecer a un ser llamado a buscar el sentido, el por qué de las cosas. De ser así, de andar absolutamente a tientas por una gruta sin entrada ni salida, todavía queda una drástica solución, aunque los electricistas tarden un poco más en dar con el cable quemado de un corazón que ha perdido todo interés por sí mismo y por la maravilla que lo rodea.

Un quejumbroso Eugenio Florit ilustra esa ausencia de vida en un poema escrito entre el 17 y el 23 de mayo de 1942:

“Del otro, del de ayer, ¿qué queda?

Nada. Tal vez los ojos.

Y un ensueño, tal vez, dentro, esperando

el instante de arder, como los otros…

Pasaste. Y sólo queda tu recuerdo

como queda el recuerdo del sol

amarillo y violeta en el agua.

…Porque el agua del río

ya la ves qué callada,

ya la ves cómo tiembla,

ya la ves cómo pasa…”

 Si hay una respuesta que más enrabiete a la razón, esa es la de la nada como síntesis última de todo lo amado, o de todo lo perdido. Porque dentro de nosotros, sigue palpitando un’ algo’, un balbuciente deseo de algo que no se pierda, que no pase, que no desaparezca, que no se apague para siempre. Y no hay  acontecimientos más provocadores para los hombres más apagados que el del amor y el de la muerte.

El amor, el gran amor imprevisto que nace sin convocatoria y, además,  es irreproducible. Y la muerte, que sobreviene en cualquier momento sobre ese gran amor y se lo lleva; y en su gran silencio recoge todos los balbuceos de preguntas ancestrales, de que alguien haga la pregunta exacta, de que alguien diga la Palabra correspondiente para escuchar la respuesta silenciosa que ella, de momento, calla.

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