Seré vuestro bufón

“…Abrir vuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas:
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es el nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte..?”
–Gabriel Celaya–

Porque somos lo que comemos y muchos no tienen tiempo ni serenidad suficiente para saciar su hambre; porque somos lo que pisamos y porque somos lo que vemos –cuando queremos – sin mirar, yo; oráculo de mí mismo, labriego de mis pensares, contertulio de mi soledad seré quien recuerde el ideal que nos ha sido arrebatado.

Porque a pesar del disimulo angélico, somos así: de buena carne; incapaces de elevarnos solos hasta los espacios donde habita la serena, candorosa y musical inocencia que aún resuena en todos a poco que se escuche,  a poco que nos acerquemos una caracola de viento, yo; bufón de fiesta, despojo costumbrista, rapsoda pobre de voz terrosa, médium entre la musa, el tablao y el diablo, no tengo más remedio que rasguear y rasguear las cuerdas hasta que mis doloridas manos os hagan olvidar vuestro dolor.

Porque sí. Porque somos arroyos viejos, agrietados por la sequía, como venas resecas de un gran muerto que amaestra a sus gusanos en el camposanto de las afueras, yo; también yo y mientras viva, seré por vosotros quien llora a compás, hasta que la boca de mi guitarra se convierta en el pozo que calme vuestra sed.

Porque somos esa marea baja, lejana, muda, en una infinita playa de invierno donde el viento empuja a las nubes hasta que estas mueren ahogadas en alta mar yo, como ellas; embebido, borracho melancólico, meditabundo dibujante de letras que forman olas de tinta sobre las hojas seré por vosotros –por vosotros que no queréis ni pensarlo–, quien señale con el dedo el Punto Nemo, más cercano al cielo que de cualquier orilla, y donde un día todos los marinos querrán ir a morir después de su larga condena a galeras.

Y porque somos más que simiente de otra simiente olvidada, brote de otro brote y sangre de otra sangre vertida en los surcos que debieron regarse con un agua más dulce para el olivo, yo, el bufón –¿ quién, sino yo? – cargaré con vuestro deber de contar al mundo que nada nos pertenece, aunque haya días de soberbia en que nos creemos dioses que dejan a su espalda las huellas de una desmemoria cainita, que luego desaparecen bajo el rumor serpenteante de la ola.

Así es y así será. Porque alguien debe hablar, cantar, saltar, levantar la voz para que recite las bondades de la vida en un mundo absorto, anonadado,  ensimismado como un contador de impuestos, un cargador de monedas, un usurero que apunta las deudas; que sólo levanta la vista para apuntar y ejecutar la orden ante el muro que separa a los recién caídos de sus ancestros.

Alguien debe trastocarlo todo de nuevo; maquillarse y vestirse con las trazas del payaso, del ratero, del desarraigado, del perdedor que saltará sin red; que reirá por vosotros, serios y responsables funcionarios de lo humano y lo divino. Alguien a quien no le importe mancharse de nuevo en el barro de las calles rústicas, alguien desvergonzado ante el peligro, aunque sus piernas tiemblen por el juicio de quienes firman la condena ante el padre que escucha el último latido de un hijo.

Alguien. Necesitamos alguien humano que no se canse de repetir la lección; que la escriba mil veces en los muros; que deletree la palabra de vida en todos los idiomas; la palabra más bendita, la palabra más callada, la palabra menos dicha ayer, la semana anterior, el mes, el año entero. La palabra que son brazos que esperan, que reciben al volver y abrazan al decaído jornalero que trabaja por comida y no sabe qué es  llevar monedas para pagar un vino.

Alguien, amigos, alguien que ame de veras; que se duela de amar, que le duela el amor, que se gaste de amor, que llore por todos hasta que aprendan a beber las lágrimas de los otros, como hacen los niños de pecho cuando quieren comerse el rostro de su diosa madre.

Alguien, amigos; necesitamos a alguien; no algo; no un objeto; no una promesa; no una síntesis intelectual, no una dialéctica entre saduceos y fariseos; no un brillante discurso final de algún constructor de teléfonos. Porque ya nadie espera a un fósil, ni a un concepto, ni a una idea que no nos hace mejores. Nadie espera una frase ni nada de eso que no pueda comprenderse con la piel y con la mirada que es, sin duda,  la más comprensible filosofía para todos. Porque si  nadie proclama la verdad carnal que nos une; si nadie canta la belleza real que nos rodea;  si nadie levanta la voz para dar gracias, si nadie testimonia en sí mismo el milagro, otros vendrán a llenar ese espacio con mentiras, con trueques, con quejas; con cálculos, medidas y reproches de pecado.  Y Dios, el pobre Dios, el Dios de la carne, el Dios de los cuerpos corruptos, el Dios que encontró gusto en el seno de una mujer, el Dios de los payasos seguirá encerrado en la boca de sus fieles, acostumbrados ya a comulgar para encerrarlo en su boca como a un esclavo al que no se le deja hablar por no ofender al poderoso.

Dejad a los payasos que hagamos nuestro trabajo. Dejadnos a los locos profetizar el delirio. Dejadnos libres a los hombres sin deudas. Dejadnos. Dejadnos hilvanar la nueva Historia con mechones de cabellos quemados. Dejadnos– por favor– dejadnos. Soltadnos la correa para ser hombres verdaderos por vosotros que tenéis tanto quehacer… y pondremos el pecho descamisado entre el fusil y vuestros hijos. Y nos cambiaremos por vuestros maridos, por vuestras mujeres para que libren en Navidad y en Semana Santa. Pero dejadnos. Dejadnos aullar de alegría. Dejadnos hablar por vosotros el idioma del amor, aunque perdamos la vida por vuestra connivencia con los señores de la guerra. ¿Qué más os dará a vosotros tener un loco menos; un bufón menos  en vuestra corte?

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