La censura del vencedor

“Los más poderosos señores, que se instalan y prosperan, me hacen sonreír. Creéis poseer la alegría de vivir, pero a condición de taparos los oídos y cerrar a menudo los ojos. Por otra parte, ¿la gente no tiene nunca tiempo para ver nada de aquello con lo que la naturaleza les abofetea o aquello que una visión afortunada, les aporta por casualidad?” -George Rouault-

Resulta cuanto menos curioso que el pintor francés, quizá hecho a una visión más certera por la excelencia de su deformación profesional, señale a la voluntaria censura de lo real como una tara de la razón de aquellos que aparecen ante nuestros ojos como prósperos y exitosos hombres de honor. Sus palabras tienen más de un siglo y nada ha cambiado. Porque si de algo podemos engreírnos es de ser la generación de la prisa, el cinismo y la abulia; o, por qué no, la de la tristeza, la censura, la distracción y el acallamiento de la belleza, de la injusticia y de los males de este mundo a cambio de medrar, tragando sapos y culebras, en aras de una imagen pública o de una pertenencia a las esferas de poder en todas las capas de la sociedad.

La consecuencia está a la vista en la forma del hombre dormido de ayer y de hoy; el hombre dormido en los laureles de su suerte, de su éxito, de su popularidad o de su victimización por su fracaso. Un hombre dormido que sólo despierta con el sonajero de la bolsa de monedas, con el subidón fugaz de dopamina cual pavo real en la era pornográfica y que vuelve a caer en las garras del bienestar como sueño olímpico y egoísta. Ciertamente un pavo así, que sólo piensa en sí mismo, en su satisfacción inmediata y en callar para no ser señalado o visto por el ojo del poder, no deja de ser un estorbo para los viandantes de la calle, ya que no sirve (en el sentido de servicio) a nadie más que a sí mismo y elude, censurando, cualquier compromiso social, humanitario, reivindicativo de una libertad y de una mejora de la vida que no sea para sí mismo.

Si el pintor francés de payasos, prostitutas y cristos denunciaba esta delirante superficialidad a principios del siglo pasado, hoy hubiera roto a llorar como sus grotescos modelos, pintados siempre en una penumbra, al borde del hastío, del desencantamiento y de la lágrima. Porque una cosa es la vida de escenario y otra, bien distinta, es la de las bambalinas y la del encierro en los cuarteles de invierno donde el ser humano se lame las heridas y es él mismo por una vez, sin maquillaje y sin reivindicaciones de modas interesadas. Ahí, cuando los payasos muestran su rostro al espejo y éste les devuelve la imagen real, la dolorida y agrietada; la del rímel corrido de sudor y penas, es donde puede renacer el hombre humilde, el hombre pobre, empobrecido, fatigado de forzar tanta mueca, tanta sonrisa impostada, tanta pluma de pavo para todo los públicos, para todos los jefes, para todos los seguidores de las malditas redes sociales y sus filtros difuminadores de vidas rotas e insatisfechas.

Dentro de la programación educativa-existencial, se ha colado este exacerbado modo de interpretación y de autocensura como un nuevo mandamiento puritano del “qué dirán” y como una nueva asignatura llamada ‘impostura social’, ‘mentira natural’, ‘tedio y costumbres’, o ‘autodestrucción jubilosa’ como me reconocía un amigo recién jubilado (de júbilo) que en vez de alegrarse, se lamentaba diciéndome: “…y ahora que hago yo con tanto tiempo”, como si al dejar de trabajar su vida se hubiera convertido en un peso insoportable. Piensen un instante en la inconsciencia de la afirmación. Que alguien pueda llegar a pensar que el descanso puede ser la tumba; que uno no sepa, después de toda una carrera laboral exitosa, qué hacer con sus días…es, ciertamente, grave.

Como siempre hay un revés de la trama y otra versión de los hechos, mientras el novojubilado se quejaba del peso del tiempo y los espacios, cual pascaliano ejemplo de sujeto incapaz de estar un minuto ante sí mismo, ante un servidor acontecía un milagro. Sí; no pongan cara de escépticos materialistas: un milagro bajo la forma de dos hermanas que disfrutaban de un refresco en una mesa de la terraza. Una de ellas era abrazada, besuqueada, vuelta a abrazar y acariciar por su otra hermana, a todas luces alguien a quien los payasos de censuras y descartes naturales denominarían ‘subnormal’, ‘disminuido psíquico’ y toda esa nomenclatura inhumana que se le ha colgado en el cuello a criaturas que, como esta hermana y en ese instante, era más consciente del regalo de la vida que muchos de los intelectos y líderes de desopinión y, por supuesto, de mi pesaroso amigo jubilado, sin júbilo.

Yo le pregunté a su hermana, “¿es siempre así?”; a lo que ella respondió apurada: “Sí, y a veces peor. Yo la cuido y ella me llena de alegría. Se llama María y ha sido un regalo de amor para todos nosotros.” Quién quiera entender, que entienda. Quién quiera vivir, que mire un poco más allá de su inmensa cola de pavo real. Dónde menos se la espere, encontrará la alegría que el ego no puede darse a sí mismo.

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