Eamon Doyle. Fundación Mapfre. Bárbara de Braganza. Madrid
En la entrada, grandes fotos verticales nos muestran a dublineses en la calle. La mayor parte de ellos están retratados de espaldas. Seres encorvados. La cámara mira desde arriba. Los personajes se empequeñecen. En un anciano sentado, la única imagen de frente, vemos el gesto del fumador a punto de guardar dos paquetes en el bolsillo de la chaqueta. Lo primero que llama la atención en Doyle es dónde pone la cámara.
Eamonn Doyle entró en el circuito de los aclamados de la fotografía internacional con la «trilogía de Dublín». A ese viaje a su ciudad le siguió la serie K, realizada en Irlanda y en el este de España. Su formación comenzó en la pintura, luego pasó a la fotografía, para terminar en la música. En su caso son artes no excluyentes, pero se alternan en su biografía: Doyle dedica años a la fotografía, la abandona para entregarse a la música, para volver después a sus cámaras. La prueba es que una parte de la exposición consiste en un mural de pantallas en las que se proyectan imágenes de dublineses mientras suena la música de su colaborador David Donohoe. O la fotografías de tapas metálicas de alcantarillas con huellas y signos pintados de amarillo, como si fueran un código primitivo. Doyle se dedicó unos años a viajar por el mundo. Regresó a Irlanda en 1994 y lanzó el sello discográfico D1 Recordings. Su itinerancia no es solo un cambio de lugar sino una peregrinación por las artes.
En 2011 Doyle volvió a la imagen como forma de expresión. En su mochila llevaba ya la pasión por la música, por las obras de Samuel Beckett y por la vida de los movimientos culturales. La exposición de la Fundación Mapfre muestra una selección de cada una de las series fotográficas. Vistas en conjunto, revelan inquietudes conectadas, desde las calles de Dublín hasta la serie K., colaboraciones con otros artistas y algo de su huella en el mundo de los discos.
Un ángulo de visión propio
La parte central de la muestra está compuesta por fotografías de calle. Los ángulos de visión de Doyle son sorprendentes. Sitúa la cámara por debajo de los ojos de sus personajes, que a veces parecen asomarse a un abismo. El resultado es una visión espectral, como de pesadilla, en un blanco y negro de un contraste extremo, imágenes de una energía intensa, en las que los personajes se recortan contra un cielo oscurecido por el uso de filtros, o contra edificios de una altura exagerada por la lente angular.
El mundo flotante de Dublín
En la trilogía de Dublín, compuesta por i, ON, End. nos movemos en una especie de mundo flotante. Vemos a los habitantes de la ciudad maniobrando a través de una serie de obstáculos en inéditas representaciones solistas de una coreografía colectiva inconsciente. La ciudad se aplana, se convierte en un escenario que se confunde con sus habitantes.
En sus últimos trabajos Doyle aborda el duelo. La muerte temprana de su hermano sumió a su madre en un profundo dolor. Doyle superpone las cartas que su madre escribió a su hijo fallecido como una caligrafía que marca en negro la confusa desesperación que provoca la muerte de un hijo. Cuando su madre murió, Doyle dedicó su trabajo a retratar figuras humanas envueltas en telas agitadas por el viento. La tela y el viento revelan y a la vez ocultan a la persona. Son como totems en paisajes luminosos, figuras fantasmales que componen una reflexión sobre la ausencia, algunas tomadas en Irlanda, otras en los paisajes secos y rocosos de Extremadura.