Es difícil; ya lo sé. Es difícil ver claro a través de la espesa calima chorreante de fango, que brota de las bocas negras de nuestros gobiernos desde que decidieron mancharlo todo con sus acusaciones, sus recibos, sus tejemanejes y los intereses de aquellos que remueven sin escrúpulos nuestras miserias; las del pasado, las del presente, las de los obituarios y epitafios del futuro para el ascenso o descenso a los infiernos de la víctima propiciatoria.
Nadie está ya a salvo en su anonimato. Un día fuiste tú, otro día fui yo; otro día será otro, en la medida en que moleste a tirios o a troyanos; o haya que colocar a la amiga del amigo de un contacto comprometido con la causa de corromper nuestras conciencias mediante el soborno, el acoso o la tentadora legislación en la que tropieza la Humanidad desde siempre, desde detrás de las cascadas de barro que ahora, de momento, nos nublan la vista.
Pero una vez fuimos camaradas, ¿recuerdas?, compañeros de pupitre, de juegos, de partidas, de correrías; camaradas que no aspiraban a otra cosa que a vivir serenos, en paz, ajenos al ruido, a la pose, a la disculpa correcta, al triunfo, al desengaño, a las peleas…
Una vez; seguro que recuerdas, fuimos distintos. Y nada de lo que vimos juntos era igual; y nada era más importante que nuestra distraída amistad entre despreocupados plebeyos, sin voto ni poder ejecutivo. Ni la alondra, ni la avutarda, ni el valiente gorrioncillo al que dejábamos picotear nuestras migajas en el borde de la mesa era el mismo pájaro, la misma criatura alada, porque todo lo que vimos era diferente según la perspectiva de la esquina, del otero, de la colina, del paisaje que tornaba pardo, verduzco, rojo bermellón, azul o amoratado según el ojo y las heridas en la sien de quien miraba. Y tu mirada era tan valiosa como cualquier otra mirada, siempre que esta fuera reparadora, verdadera, bondadosa y bella.
Todo tenía su punto de fuga, ¿recuerdas? Y todo era, afortunadamente, inaprensible. Apenas un segundo de admiración, un pestañeo, y los imanes que nos atrapaban en su forma sonreían, movían su cola de sombra y partían a las alacenas del almario, donde algunos recuerdos guardan todavía el olor, la hora y, cómo no, su adiós definitivo de belleza incapaz de ser poseída.
Y después, porque siempre hay un después y otro parpadeo, la admiración desaparecía ante nuestra soberbia de querer encerrar en el concepto una naturaleza viva que en el verbo y en el cuadro empalidecía, marchitábase, si así puede leerse en tu mundo. Y luego, camarada, porque también hay un ‘luego’ para todos, palpamos nuestros bolsillos vacíos de amigos traidores que escogieron el bienestar –que es su ansia posesiva–, se asentaron en la estúpida quimera del estatus, y se tumbaron a consumir el opio que aún venden como sueño de postal para ignaros mortales en su cielo de alcantarillas y cieno.
Amigo; desde allí escribiste unas cuantas líneas, cuando escribir era todavía dibujar ondas azules sobre el mar blanco de una cartulina y creíste haber llegado al final; creíste haber alcanzado la meta, creíste haber vencido al sino, sabiendo como sabías que aún quedaba un largo trecho de tempestades para la ruta de vuelta al mismo lugar del que huiste. Y tus palabras parecían bravatas de triunfo, bravatas divinas, bravatas de hombre sin el porvenir que, inquietante, te esperaba como el cadalso en el que perecieron tus adversarios por culpa de una verdad pequeña.
Sí; amigo. Mientras estás ahí; más allá de todo: en la coordenada inconfesable, en tu noche de marino egipcio, entre piratas y corsarios, entre el silencio occidental y las luces de un Oriente en llamas, aquí han trastocado el significado de las palabras, las solución de los problemas, los métodos de aprendizaje, el pestillo de los interrogantes, la medida de la harina y el peso de la mercancía…
Lo han cambiado todo y han dicho que era bueno sólo aquellos a los que les fue bien durante un tiempo, aunque luego han querido volver atrás cuando también han sido víctimas de sí mismos y de sus distintos procederes. Por eso, ahora nadie sabe cómo pedir ayuda, pedir socorro, pedir pan, o pedir amor. Porque a quien le va bien alguna vez en la vida, se vuelve miedoso, egocéntrico, egoísta, ahorrador, prudente, insolidario; y enmudece cuando toca ante la injusticia, por si alguien descubre su verdadero pensamiento y cae en la desgraciada pobreza. Porque aquí, donde nos has dejado, ya sólo se oye el grito del pobre. El resto calla y vuelve a casa con prisa para su diario recuento monetario y su angustia por no saber si tendrá más días que monedas…
Ay. La vida aquí se ha vuelto pragmática, acotada por horarios por los que se enfrentan patrones y subalternos para arañar un segundo de ocio al trabajo, a la soldada más o menos provechosa de sicarios que blanquean con mordidas sus encargos en nombre del bien común. Así que es difícil no tropezar en el barro de los caminos que los señores nos mandan horadar en piedra viva, sin decirnos nunca que un día nos llevarán por ellos a esas Babeles sin retorno ni libertad; donde un minuto de descanso se castiga con cien latigazos y la mordedura de mil serpientes amaestradas por aquellos que sólo entienden el idioma del trabajo. Idioma extraño de números, porcentajes, gráficos e informes del que se han tachado algunas palabras prohibidas como hermandad, fraternidad, camaradería, hermano, prójimo, amigo….
Y lo peor de todo es que al honrado se le persigue en los panfletos, en los anuncios, en las sombras de cada estación, de cada muelle, donde un funcionario clava un viejo ‘se busca’ desde Finisterre hasta la vieja Isla de Fernando Poo; y todos los habitantes de la península, en cada pueblo, lo señalan con el dedo, si creen haberlo visto escapar a galope hacia el Peñón o hacia La Línea. Porque todos y cada uno de nosotros, antes de ser ajusticiados, hemos perdido antes la humanidad y el perdón. Y ya sólo queda bondad en el lugar sin brújula dónde tú habitas desde hace unas semanas.