Pablo Sarasate: El violinista que reinventó el virtuosismo antes de que existiera el rock

Si crees que el virtuosismo es cosa de músicos con cara de ajo y trajes de luto, es porque no has escuchado a Pablo Sarasate. El tipo no solo era capaz de hacer que su violín llorara, riera y susurrara obscenidades melódicas: también convirtió cada escenario en su feudo personal y cada concierto en un puñetazo de talento que dejaba a su público con la boca abierta.

Antes de que existieran los guitarristas que rompían sus Fender en un ataque de éxtasis, antes de que Hendrix le prendiera fuego a Woodstock, Sarasate ya se paseaba por los teatros de media Europa como si fueran su garito favorito. Era un rockstar avant la lettre. Un hombre que entendía que la música —y la vida— no se interpretan: se devoran.

De Pamplona a la conquista del mundo

Pongámonos en situación. Año 1844. Pamplona. Una ciudad tranquila, famosa por los toros y poco más. Allí nace un chaval llamado Martín Melitón Pablo Sarasate y Navascués —que no me digas que no suena a nombre de leyenda— en el seno de una familia con más oído que dinero. Su padre, director de la banda militar, enseguida se dio cuenta de que el niño tenía un don tan raro como tocar el violín como si viniera de serie con las venas.

Cuenta la leyenda —porque todo mito necesita un relato fundacional— que el pequeño Pablo agarró el violín con tal naturalidad que a los cinco años ya levantaba cejas incrédulas en cualquier salón donde se subía a tocar. Imagínatelo: un mocoso que apenas llegaba al atril, encadenando escalas imposibles mientras los adultos se preguntaban si aquello era brujería o simple genialidad.

Cuando tenía ocho años, su padre decidió que Navarra se le quedaba pequeña. Se lo llevó a Madrid, a presentarlo como un fenómeno de feria. Pero no hizo falta mucho bombo: en cuanto empezó a tocar, se ganó una beca de la reina Isabel II y el pasaporte directo al Conservatorio de París, la cuna de la música académica de la época. Como si un niño prodigio del Bronx acabara becado por la Juilliard School.

El rockstar del Romanticismo

Sarasate aterrizó en París con la humildad de quien sabe que es un bicho raro, pero con la seguridad de que su violín podía poner de rodillas a cualquier sala. A los doce años ya se presentaba en concursos y se llevaba todos los premios a casa. A los quince, era un fenómeno. Y a los veinte, un mito viviente.

La crítica se rendía ante su técnica imbatible. Podía tocar pasajes endiablados con una claridad insultante. Lo comparaban con Paganini, el demonio de las cuerdas, pero con un carisma mucho más elegante. Si Paganini era el Satán del violín, Sarasate era su reverso refinado y letal.

Su especialidad era transformar partituras que otros consideraban injugables en puro espectáculo. El público se agolpaba para verlo interpretar obras de Saint-Saëns, Lalo o Bruch, y salir de allí convencido de que ningún ser humano debería tener ese control sobre cuatro cuerdas y un arco. Era como si Santana se metiera en el cuerpo de un violinista decimonónico.

El violinista que lo podía todo

Una de sus marcas de fábrica fue su capacidad de adaptarse a cualquier estilo. Le dabas una partitura de Carmen y la convertía en un despliegue de virtuosismo flamenco; le dabas una melodía zíngara y la llenaba de nostalgia y fuego; le dabas un tema popular y lo sublimaba en un rapto lírico que quitaba el aliento.

De hecho, Sarasate fue uno de los primeros músicos clásicos en tener claro que la música popular era un material precioso. No la despreciaba: la dignificaba. De ahí nacieron sus Aires Bohémios o su archifamosa Zigeunerweisen, un chute de pasión gitana que aún hoy revienta auditorios.

Por si fuera poco, la gente salía de sus conciertos convencida de que acababa de asistir a algo más que un recital: era una experiencia total. Dicen que su sonido era tan puro que cualquier nota, incluso la más rápida, sonaba como un canto cristalino. Otros violinistas podían ser técnicos, pero Sarasate era también magnético. Tenía eso que hoy llamaríamos “presencia escénica”.

Un dandi con alma de rebelde

Pero si te imaginas a un monje de la música, olvídalo. Sarasate era un dandi. Un hombre que adoraba la buena vida, el whisky con estilo, los trajes de sastre y los aplausos. Se paseaba por París, Berlín y Londres con la seguridad de un artista que sabía que no tenía rival. Y si alguien se atrevía a desafiarlo, respondía con el único argumento incontestable: la música.

Su Stradivarius —que tocaba como quien acaricia un secreto— era casi una prolongación de su personalidad. Y en una época en que muchos músicos se limitaban a encajar en el molde del virtuoso solemne, Sarasate prefirió convertirse en un ídolo con aire bohemio.

Se decía que no soportaba la mediocridad. Que su oído era tan fino que cualquier orquesta mal afinada le provocaba ataques de ira fría. Que podía ser encantador, pero también implacable con quienes no respetaban la música como un oficio sagrado. En otras palabras: un auténtico perfeccionista con actitud de frontman.

Giras, aplausos y leyenda

Sarasate se pasó la vida de gira. Hoy diríamos que hizo un “tour mundial” cada dos años. Tocó en Estados Unidos, Sudamérica, Rusia y toda Europa. Y donde iba, dejaba huella. No había prensa que no le dedicara reseñas encendidas, ni público que no se pusiera en pie al escuchar sus cadencias imposibles.

En 1889, por ejemplo, llegó a Nueva York y revolucionó la escena musical de la ciudad. Entre los que fueron a escucharlo había críticos que, acostumbrados al virtuosismo europeo, se quedaron estupefactos con la naturalidad de aquel español que tocaba como si todo saliera de su corazón.

Y mientras tanto, su repertorio se ampliaba con obras dedicadas a él por compositores fascinados con su talento. El Concierto para violín de Max Bruch, la Introducción y rondó caprichoso de Saint-Saëns, los dos pilares que aún hoy se interpretan en cualquier festival que se precie. Sarasate era el tipo al que todos querían escribirle algo. Era la musa con bigote del Romanticismo musical.

Anécdotas de una vida sin frenos

Como buen rockstar, Sarasate acumuló anécdotas que hoy se contarían en podcasts con millones de reproducciones. Dicen que una vez, harto de que un crítico cuestionara su expresividad, decidió invitarlo a un concierto privado. Tocó durante una hora entera, sin partitura, cada obra con un fraseo que rozaba lo inhumano. Al terminar, miró al periodista y le soltó: “Puede usted escribir lo que quiera, pero nunca volverá a escuchar esto”.

Otra historia asegura que en Berlín, en plena ola de frío, se negó a cancelar un concierto pese a la amenaza de neumonía. Tocó envuelto en un abrigo hasta el último aplauso, mientras el público —calentado por el fervor y la admiración— olvidaba el invierno.

Y hay quien cuenta que, cuando le ofrecieron el puesto de profesor en el Conservatorio de París, respondió con esa sonrisa de estrella que no quiere ser domesticada: “Prefiero viajar. La música es movimiento”.

El último acorde

Sarasate murió en 1908, con 64 años, dejando tras de sí una estela de grabaciones primitivas (algunas en cilindros de cera) y un repertorio que aún hoy suena en auditorios y estudios de grabación. Pero más allá de la técnica, lo que sigue fascinando es su actitud: la convicción de que la música debe vivirse con la misma pasión con la que se ama o se pelea.

Si hubiera nacido un siglo más tarde, probablemente habría sido una mezcla de Yehudi Menuhin y Slash, un violinista que llenaría estadios y sacaría discos que romperían las listas de ventas. En realidad, ya fue todo eso, pero en su propio tiempo y con su propio estilo.

Así que la próxima vez que pienses que el virtuosismo es aburrido, pon un disco de Sarasate. Sube el volumen. Cierra los ojos. Y siente cómo su violín convierte el aire en fuego. Porque hay músicos que tocan. Y hay músicos que incendian. Pablo Sarasate fue, sin duda, de los segundos. El primer rockstar con un arco en la mano y la eternidad en las yemas de los dedos.

Marianne Échiré
Marianne Échiré
'Gourmet' y 'gourmande', adoro cocinar y disfrutar de la buena mesa, sobre todo en compañía. Soy exigente y quiero pensar que también justa en mis críticas. Y sé que hasta del más humilde tengo algo que aprender.

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