De un día para otro. Un reportaje de moda en tiempos convulsos. Editorial Renacimiento. Biblioteca de la memoria
Liz nos cita en su casa una tarde de septiembre. Vive en las alturas de la calle Atocha, en un primero que asoma sus balcones a una calle popular, en un barrio transitado por turistas: «antes oía el habla de Madrid, y ahora solo se escucha el ruido de las maletas sobre los adoquines«. Liz, Elizabeth, vive en una casa llena de recuerdos, plagada de objetos, que cuelgan ordenados de las paredes. Entre sus libros guarda manuscritos de su padre, Josef Wittlin, que fue candidato al Nobel de Literatura en 1938, tan solo meses después de escapar de Polonia, donde había sido declarado un escritor proscrito y sus obras prohibidas.
Liz acaba de publicar en Renacimiento sus recuerdos de un tiempo convulso. «Mi niñez fue la guerra, pero más que la guerra, que fue corta, la ocupación». Cuando dice guerra se refiere a la invasión alemana que duró apenas unos días. El padre había huido a París. Liz vivía con su madre, que buscó afanosa una forma de huir de la barbarie. Primero escaparon a Cracovia en un carro tirado por un caballo. De aquellos días Liz recuerda la visita a una peluquería donde su madre pidió que le alisaran el pelo para borrar el rastro evidente de su sangre judía. Volvieron a Varsovia, pero su casa era una ruina bombardeada.
Un largo viaje en tren
La madre de Liz consiguió un salvoconducto para viajar. Y comenzó el viaje por Europa: primero a Berlín, de la capital alemana a Bruselas, y de allí a París, para encontrarse con el escritor. Intentaron coger un barco en Biarritz para huir a Inglaterra pero no había sitio. Los refugiados eran una masa informe que buscaba salidas sin apenas encontrar un rincón en un buque. Probaron suerte por la frontera española. Viajaron a Lourdes y gracias a los papeles facilitados por el cónsul español en Niza pudieron llegar a Zaragoza, camino de Portugal. Pasaron por Madrid, donde el padre quiso quedarse unos días para ver el Prado, pero el embajador polaco les llamó una noche, de madrugada, para decirles que debían huir. Himmler estaba en Madrid y Wittlin tenía un lugar de honor en la lista de los escritores perseguidos por los nazis.
Un tren nocturno les llevó hasta Lisboa. Otra larga espera. Thomas Mann escribió a una institución americana para que les dieran permiso de entrada en Estados Unidos, y a sí pudieron coger un barco rumbo a Nueva York. Liz encadena recuerdos y se emociona cuando narra la depresión de su padre: «la patria de un escritor es su lengua». La voz de Wittlin se secó por un tiempo. En Estados Unidos Liz estudió y comenzó a trabajar en su gran pasión: el teatro. Se había casado a los dieciocho años con un francés: «siempre supe que me casaría con un mediterráneo, en Polonia aprendí a temer a los rubios altos y guapos». Y pasados unos años llegó a España: «sabíamos que no podríamos volver a Polonia por mucho tiempo por el comunismo. Mi padre fue perseguido por los nazis, y luego proscrito por los comunistas, así que buscamos un país sustituto». Y se enamoró de España.
Memoria fotográfica
El libro de Liz Wittlin recorre una vida y atraviesa la segunda mitad del siglo XX. Al lector le sorprende encontrar el subtítulo de la obra: Un reportaje de moda en tiempos convulsos. Lo cierto es que Liz tiene una memoria prodigiosa para los vestidos, para el color para las formas, una memoria centrada en la estética. En algunos pasajes de la obra nos llama la atención su capacidad para entrar en los detalles de cómo vestían las personas con las que se cruzó en su vida apenas unos instantes. Colores, texturas, formas, dejan en su recuerdo una impresión duradera. Su libro es un recuerdo diferente de la ocupación alemana, son las huellas que dejó en una niña, y la memoria de un largo exilio. Liz regresó a Polonia a finales de los setenta: «todo había cambiado, y el comunismo había dejado una marca profunda e indeleble en las personas. Quizá los jóvenes están en este sentido mejor, pero los mayores dan lo que han recibido, y con el comunismo aprendieron crueldad».
La edición de las memorias de Liz Wittlin es rica en información. Un largo apéndice reúne fotografías, bocetos de trabajos para el teatro, y los dibujos que la pequeña Elizabeth hacía de niña, en los tiempos de la ocupación o en el viaje hacia el exilio. Hay uno en un vagón de tren, en un viaje de Cracovia a Varsovia. Ella recuerda con claridad la anécdota: «entraron varios oficiales de la Gestapo en el compartimento. Mi madre, muy nerviosa, no paraba de fumar. Todos fumaban mientras hablaban de lo higiénico que era Auschwitz ahora que tenían crematorios. En un momento dado el oficial de más alta graduación dijo: hay una niña, dejad de fumar. Y mi madre contestó: «no importa, no pasa nada mientras el gas sea con nicotina».
Liz ha vuelto estos días a Cracovia donde prepara una exposición sobre sus trabajos para el teatro. Regresa a un país que comienza a leer a Josef Wittlin: «ya parece que le han perdonado sus «pecados». Wittlin era pacifista, contrario a aquella euforia de la izquierda de la Polonia de la época, que confiaba en ganar en poco tiempo una guerra contra los nazis. En España se ha publicado buena parte de su obra. Mario Muchnick tradujo su gran novela La sal de la tierra, en una edición hoy imposible de encontrar; Impedimenta ha publicado sus ensayos reunidos en el tomo Orfeo en el infierno del siglo XX y Pretextos editó los recuerdos de su ciudad natal en Mi Lvov.