Para que te gusten las memorias de Woody Allen te tiene que gustar Woody Allen. El de verdad. El que ha ido diseminando su manera de entender la vida a razón de (casi) película al año durante los últimos 51. Nada resulta demasiado sorprendente si se está familiarizado con ese personaje. Lo inesperado sólo puede encontrar espacio en aquellos que se acerquen al libro buscando la caricatura grotesca que han dibujado algunos medios de comunicación en los últimos años.
Infancia: la magia y la radio
Woody Allen no quería escribir A propósito de nada. Se nota. El autor parece estar justificándose en cada línea. “Mi vida no tiene ningún interés, no sé por qué la estoy contando en un libro. Pero, ya que te empeñas, vamos allá”. El entrecomillado es falso, pero creo que resume bien el espíritu que preside el relato. Sólo estamos en la página once y ya describe a sus padres como “(…) dos personajes tan opuestos como Hannah Arendt y Nathan Detroit, que no se ponían de acuerdo sobre nada excepto Hitler y mis calificaciones escolares”.
Imposible no acordarse de Días de radio (Radio Days, 1987). Que Woody Allen no se ve a sí mismo como un intelectual es otra de las ideas que orbitan a lo largo de todo el libro. Se empieza a enfatizar cuando habla de sus gustos infantiles. Por ejemplo: la magia. Siempre me ha llamado la atención que este asunto no aparezca citado como una de sus obsesiones autorales. A poco que se conozca su filmografía se percata uno que es un tema tan central en su cine como los tan manidos del sexo, la muerte o el psicoanálisis. Ojo al listado de obras culturales que reconoce no haber consumido (páginas 63 y 64).
Un cómico itinerante
Si algo llama la atención de la carrera de Woody Allen es su extraordinaria precocidad como cómico. Se hace un nombre como proveedor de chistes para los más reputados profesionales que hoy llamaríamos monologuistas cuando apenas está saliendo de la adolescencia. Ese recorrido por el mundo del espectáculo estadounidense de mediados del siglo pasado es uno de los mejores pasajes de A propósito de nada. Es cierto que el lector español desconocerá la inmensa mayor parte de los nombres citados. Pero no es menos verdad que es una delicia constatar que la vida de Allen recuerda tanto a Annie Hall (1977) como a Broadway Danny Rose (1984).
Podemos comprar que Woody Allen no sea un intelectual. Lo referente a su trayectoria amorosa, a la que resta importancia en un par de momentos, sí se encuadra en la falsa modestia. Diane Keaton en un pedestal. (Es la autora de la foto de la contraportada, datada en 2019, que muestra al director en un punto fronterizo difícil de precisar entre estar sentado y estar tumbado). Romances insinuados con Janet Margolin y concretados con la modelo Stacey Nelkin y Mariel Hemingway, entre otras muchas mencionadas de pasada. Allen es ecuánime a la hora de valorar sus dos matrimonios anteriores. No da rodeos en presentarse como un pésimo marido con su primera esposa, Harlene Rosen. Pero carga las tintas contra la segunda, Louise Lasser, que ya separada de su marido protagonizó, entre otras, Bananas (1971). El retrato que queda entre líneas de supuestos elogios es demoledor.
Un crítico implacable
La autocrítica alcanza su paroxismo cuando el director va repasando su extensa filmografía. Implacable con casi todos sus títulos. Particularmente agrio con aquellos primeros escarceos como guionista y/o actor para el productor Charles K. Feldman, ¿Qué tal, Pussycat? (What’s new, Pussycat?, Clive Donner, 1965) y la que define como “uno de los peores y más estúpidos desperdicios de celuloide de la historia del cine” (página 174), Casino Royale (John Huston, Val Guest, Robert Parrish, Joseph McGrath y Ken Hughes, 1967). No escapa de su bisturí Delitos y faltas (Crimes & Misdemeanors, 1989).
Aquí uno que piensa que es una de sus grandes obras maestras y un título fundamental en su filmografía. Por primera vez, demostró que podía alcanzar la excelencia en el drama siendo él mismo, sin imitar a ningún gran director europeo. Ni por esas: “Me arrepentí de haber combinado dos historias. Me parecía que la película debería haber contado solo con la historia extendida de Marty [Martin Landau] y que habría sido mejor si se hubiese descartado la mía (…)” (páginas 342 y 343). Para este firmante, en cambio, uno de los grandes aciertos del filme es estructurarse en ese paralelismo entre la trama de Landau (los delitos) y la del propio Allen (las faltas). Discrepancia entre el cineasta y su público más entregado.
Mia Farrow y el descenso al infierno
Por desgracia no es descartable que este volumen caiga en varias manos que no busquen otra cosa que el relato de su desencuentro amargo con Mia Farrow. No se podrán quejar. El autor no esquiva ninguna arista del asunto, por incómoda que resulte. Algunos pasajes son desagradables de leer. Quizá se arrepienta de haber dejado negro sobre blanco según qué cosas. Pero se termina comprendiendo la reacción, habida cuenta de todo lo publicado en los últimos casi tres años.
Woody Allen pasó un infierno en 1992. Pero casi se le nota más dolido por el fuego reavivado de 2017 al calor del “Me Too”. El hoy conocido como Ronan Farrow –del que Allen afirma creer ser su padre, pese a las propias declaraciones ambiguas al respecto por parte de Mia y al hecho casi incontrovertible de que al exitoso periodista le falta solo arrancarse por My Way– y su hermana Dylan también aparecen reflejados con dosis importantes de amargura.
Un retrato poco favorable
Como por otra parte suele suceder en los libros de memorias, el autor se autorretrata en ciertas poses no demasiado favorecedoras. El hecho de que no hayan trascendido anima a pensar que no está siendo muy leído por la jauría. En un momento dado, Woody Allen argumenta que era un buen padre basándose en las generosas compras de juguetes que realizaba en FAO Schwartz, con horario de atención de privilegio antes de la apertura oficial de la tienda (página 311).
La descripción de su vida en común con Soon-Yi Previn no difiere del modelo matrimonial vigente antes de la década de 1960. “(…) yo soy quién recibe la mensualidad. Y ella dirige la casa, cría a las niñas y planifica nuestra vida social” (página 360). “(…) el simple placer de conseguir por cien dólares una prenda de quinientos la llena de alegría, por lo que yo espero que algún día se presente en casa con un tractor que no necesitamos porque estaba muy bien de precio” (página 361). Es un reproche que parece sacado de Pedro hacia Wilma Picapiedra. La anécdota en la que acuden a una fiesta en casa de Roman Abramóvich pensando que se trataría de Roman Polanski (página 410) sería un magnífico gag en una película futura. Son sólo algunos esbozos, pero remarcan algo que no puede escapar a cualquier espectador atento de sus películas: Woody Allen es un pijo. El peso que tenga esta certeza dependerá ya del sesgo de cada cual.
El misántropo
A propósito de nada es una muy agradable lectura. Pese a algunos fallos de edición, traducción y despistes del propio Allen. Se muestra, por ejemplo, encantado de tener la oportunidad de dirigir a Joe Mantegna en Celebrity (1998) sin reparar en que ya lo había hecho en Alice (1990) (página 378), desliz que vuelve a cometer con Josh Brolin al mencionar Conocerás al hombre de tus sueños (You will meet a tall dark stranger, 2010) sin comentar que ya le había tenido a sus órdenes antes en Melinda y Melinda (2004) (página 391). Las acotaciones irónicas hacen que hasta lo más tremendo se lea con una sonrisa. Pero quizá llegue un poco tarde: el texto apenas sí añade un puñado de novedades respecto a cosas ya conocidas en otras obras realizadas por terceros sobre su figura.
Dos destacan por encima del resto: el libro de conversaciones que mantuvo con Eric Lax (Conversaciones con Woody Allen –Conversations with Woody Allen, 2007- que en España editó Lumen en 2008) y el documental de más de tres horas que dirigió Robert W.Weide en 2012, en el que él mismo explicaba en primera persona su filmografía y su manera de trabajar. Los tres trabajos, en conjunto, suponen un esfuerzo de exposición mayúsculo para alguien tan poco dado al escaparate. Como él mismo explica (página 426): “(…) ser misántropo tiene su lado bueno: la gente nunca te desilusiona”.
José Ignacio Wert Moreno