A todo cerdo le llega su san Martín

“Una fiesta se hace con tres personas, uno canta, otro baila y el otro toca…–se me olvidaba– que los que dicen óle tocan las palmas, tocan las palmas, tocan las palmas…” Paco de Lucía–

No nos encontramos ante un título amenazador –ni mucho menos–, sino ante una sentencia popular manchega que nuestro viejo profesor nos decía sonriente, antes de cada examen. Nunca suspendí con mayor gozo como cuando él entraba y esgrimía aquella frase; socarrón, cercano, paternal –que no paternalista porque nunca regalaba nada– y en aquellas palabras afiladas, y en un contexto casi familiar entre alumnos y claustro, aprendimos a escribir correctamente el apellido de Soren (Kierkegaard) , a descubrir que Nietzsche , en realidad, era un gran amigo: un espejo donde mirarse si no queríamos acabar como milagreros irracionales y fideístas; que se podía ver el fútbol y la vida sin odiar al contrario, que los jugadores se equivocaban porque no eran máquinas y que se podía fumar en todo el colegio, excepto en la capilla; ah, y que tampoco podíamos encendernos los cigarros con la vela roja de aquella caja en la pared… Jamás nos obligó a entrar allí y, sin embargo, íbamos. Jamás nos obligó a nada. Jamás nos impuso su pensamiento. Jamás nos dijo qué votar, qué decir, qué estudiar. Qué hacer con nuestro futuro. Nunca sentimos que nuestra libertad fuera condicionada. Ni percibimos coacción alguna en ningún sentido. De hecho, incluso los padres percibían que, junto a ese profesor, florecíamos y nos deshacíamos de la atonía propia de esta generación, llena de modales y respuestas que no consiguen darnos un instante de alegría…

Todo esto sucedía en el bachillerato de finales de los ochenta y principios de los noventa, así que pueden comprobar que en el anterior párrafo ya les he contado varios milagros, si han prestado atención. A ver si lo descubren…

En cualquier caso, la maravilla de nuestro viejo profesor, que ya casi puede ser también suyo – se lo regalo–, era su capacidad de meter en el mismo tema un regate de Futre porque era atlético, la portada del Marca, unos versos machadianos que nos abrían el alma mientras abría las hojas de madera de los viejos ventanales y aparecía yo, escondido en aquél pequeño hueco destinado a los pajarillos y los sueños; además, podía relacionar a Platón, Aristóteles, el Aquinate, Dante o Pasolini con Platero, la libertad en Calderón, en Cervantes o en unas declaraciones de alguien en los periódicos y nunca–nunca–  adelantaba acontecimientos y respuestas como hablar de Dios antes de temario; en parte por seguir la pedagogía divina y porque éste, el objeto divino, se posaba en su mirada tierna de hombre que se sabe amado. Y saberse así, amado; ver a aquél hombre relacionar el arte, la música, las matemáticas, las arteras formas de ciertos defensores contra Romario o contra Jesús de Nazareth por parte de las escuelas racionalistas, hizo de nosotros personas capaces de afrontar la matanza vital, enjuiciar las guerras como un fracaso y esperar a san Martín como cerdos, listos para el suspenso y para el amor. Porque, como he dicho – se les ha pasado–  él se sabía amado. Y esa certeza iluminaba toda la clase, todas las aulas, los pasillos del vetusto edificio de los madriles más céntricos y todo un bachillerato de Ciencias, Letras o repetidas caídas en el mismo error.

Pero eso, el error, no importaba. Y por eso, porque el error no importaba, se podía pedir perdón, se podía comenzar de nuevo, se podía repetir, aprobar raspado o salirnos de la parábola de la genialidad para caer en la parábola del hijo pródigo sin reproches, sin moralinas, sin dar nada por descontado y volviendo a repetir las dudas, lo que creíamos aprendido o lo que, por burros, desconocíamos sin rubor ni humildad.

Ahora, cuando echo la vista atrás, a pesar del dolor de cuello, el medio siglo que nadie diría que viviera y las heridas que nadie nos ahorra; a pesar de las pérdidas, de las añoranzas, de los caminos oscuros; a pesar de todo bien y de todo mal en la vida marinera o en los recodos donde esperan los bandoleros fantasma, siempre que me desanimo –porque yo tampoco soy una máquina–; y siempre que doy más de lo que merecen algunos cerdos y algunos defensas carroñeros, recuerdo el nombre de mi viejo maestro como una plegaria, pues el eco de su voz despertaba la oración en muchachos que no sabíamos ni rezar. Y recuerdo los cigarros compartidos, el desayuno en el bar, la comida semanal en el comedor, juntos profesores y alumnos, y  me vuelvo de nuevo ligero como una pluma; siento que renazco, siento de nuevo, por unos instantes que ni yo mismo sostengo, que alguien me llama por mi nombre a través del pasillo del tiempo. Y luego, porque tampoco soy un ángel, vuelvo a mi peso mortal, a la guitarra, a los libros, a la música sabiendo que yo, como él, también soy amado con un amor tan grande que, de habérnoslo callado, lo hubieran gritado las piedras de aquel viejo edificio donde una vez, y para siempre, vimos en una persona real qué significan las palabras misericordia, gratitud, fraternidad, alegría, ternura, don, presente, regalo, asombro, sorpresa…Dios. Y que me quiten lo bailao… que menudas fiestas

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