Qué relación puede haber entre la revolución irlandesa, las joyas de la corona rusa, los soviets y el creador de uno de los personajes más célebres de la historia de la literatura universal. Suena a aleatorio capricho de un niño a los mandos del tiempo y de la historia.
Resulta que, allá por 1918, la aún embrionaria Unión Soviética necesitaba dinero, ineludible licencia de apertura más allá de la convicción ideológica de toda empresa, y fue en Nueva York, donde Ludwig Martens, (embajador, de facto, en Estados Unidos del nuevo proyecto soviet), negoció con Harry Boland, importante figura política del nuevo Estado Irlandés e íntimo amigo de Michael Collins, el trato. 25.000 dólares era la cantidad que los irlandeses prestaron a los soviéticos, los cuales, como aval, pusieron delante de Boland las confiscadas joyas de la derrocada y prácticamente extinguida, corona zarista. Al volver a Dublín, la madre de Boland se encargó de esconderlas, eligiendo como joyero la Casa Fairview, lugar en el que vivió su juventud el mismísimo Bram Stoker…
Quizá todo responda al poder magnético de la celebridad.
Se cumplen este año treinta del estreno del decimoquinto largometraje importante de Francis F. Coppola, su “Drácula, de Bram Stoker”. En palabras del autor de “Algo en la sangre”: <<la película con el título más equívoco de la historia del cine…>>. Será por la escasa fidelidad del ampuloso, pero excelente film, con la mítica obra del irlandés. Los puristas, -a servidor le gustan todas-, optan por las producciones de la Hammer, con el imponente Christopher Lee.
De todos modos, y eso, junto con el destino de las joyas de la corona rusa, se descubre leyendo el magnífico tomo en tapa dura de Es Pop Ediciones, -uno de esos tesoros del panorama editorial-, el trabajo de Coppola es una especie de obra teatral expuesta como película y es muy posible que el director de “Apocalypse Now”, entre “otras cositas”, conozca la pasión de Stoker por el arte consagrado a Melpómene y Talía, amor que representó toda su vida en una muy confesada admiración, (y como secretario, escribiendo su biografía), por el mito de las tablas victorianas, Sir Henry Irving. Y es que el fervor de Bram (Abraham) por la escena y por Irving era tal, que un día llegó a rozar la ruptura con su mujer, la bellísima Florence Balcombe, -futura responsable de los derechos de autor de su marido-, al asegurarle que preferiría perder a su hijo antes que a Irving, <<porque un hijo es reemplazable por otro, un Henry Irving no…>>
Apostaría algo a que Coppola homenajea más a Stoker que a Drácula en su histriónica película.
Por su calidad y su riqueza cultural, por desmitificar con el escoplo de la mitificación al vampiro más famoso del espacio y el tiempo, es teatralmente recomendable leer la fascinante biografía de Skal. No se puede ocultar que, gracias a esas más de 600 páginas, se sabe mucho más que Stoker fue hijo de una mujer que, durante la histórica hambruna de Irlanda, hizo lo último que se puede hacer para sobrevivir; que hasta los siete años fue un niño discapacitado; un atleta en la adolescencia; un racista decimonónico más cercano a la City que a su Irlanda natal, con lo que eso significaba y, desde luego que, inspirado por las historias de Sheridan Le Fanu, el castillo de Dublín, sede del gobierno británico hasta 1922 en el que trabajó como funcionario, los crímenes de Jack el Destripador, caso que siguió con interés, casi en vivo, atravesando el mismísimo Whitechapel y las suntuosas representaciones de Irving en “Fausto”, algo así como un nebuloso conde Drácula, junto a un buen puñado más de inspiraciones que “Algo en la sangre” nos cuenta, creó, sin esperarlo, casi sin saberlo, un clásico para la eternidad, al mismo tiempo que no dejaba de ser un tipo corriente, correcto, educado y extremadamente trabajador hasta rozar el más soporífero aburrimiento.
Una de esas vidas en las que se disfruta más entrando y saliendo en los episodios que la componen gracias a los protagonistas de los mismos, que en sus hazañas personales. Una entidad en segundo plano, muy de perfil bajo, absorbida y encasillada en las enciclopedias y en el saber popular por el aterrador noble transilvano al que dio vida, igual que algunos de los actores que en el cine lo interpretarían y que Skal enumera con generosidad.
Contemporáneo de Walt Whitmann, al que escribió, como si un grupi se tratara, una engolada carta, -expuesta íntegra en esta edición-, que escondió sin enviar durante cuatro años en un cajón, adjuntándola en una segunda que sí envió ya con mayor seguridad, gesto que al autor de “Hojas de hierba” encantó, (Skal se encarga de revelar si pudo conocer a Whitmann en persona o no), de un joven Churchill al que entrevistó y, sobre todo, de Oscar Wilde, compañero en el Trinity College y amigo en la juventud de Florence, cuyo escándalo y posterior caída se lleva decenas y decenas de páginas, achacable relleno en una de las mejores biografías que se pueden leer hoy en día, sobre un autor que debe tomarse como gran ejemplo de que la obra ha de ser siempre y por encima de sensacionalistas mitomanías, aun con el peaje del encasillamiento, más, mucho más importante que su creador y no al revés.