Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad. Santiago Beruete. Turner Noema
Confieso que abrí Aprendívoros con una curiosidad efervescente. La curiosidad no mató al gato, como dice la fórmula popular. La curiosidad lo convirtió en tigre. Estoy de acuerdo con el autor en que quizá es la virtud más útil para nuestro mundo, y para el que viene: la curiosidad es siempre crítica, no se conforma con el primer puesto de helados, es inquisidora, desconfía de las modas, recela de los dogmas, es alérgica a los grandes discursos, y sin tener que caer en la llamada escuela de la sospecha, es una actitud humana creadora, vigilante, que nos permite crecer como humanos y preservar la especie. Tuve en la primera aproximación a este libro magnífico un destello de desconfianza: temí que detrás del título anidara el enésimo libro apocalíptico que nos advierte del fin del mundo. Me equivoqué. Hay algún pasaje en que la intensidad de la advertencia climática es alta. Pero Beruete busca una fusión de lo humano con lo cósmico, y en ese camino es apasionado, y profundamente humano.
En el autor de Aprendívoros se cruzan tres avenidas: la del profesor, la del jardinero, la del filósofo. Las tres crean una rotonda donde dice “escritor”. El espíritu que anima este libro está contenido en las últimas líneas: “en todo docente inspirador se esconde un jardinero, que siembra la semilla de la curiosidad en sus alumnos para que estos florezcan por dentro”.
Las páginas más relevantes de Aprendívoros, al menos para este lector, son aquellas en que Santiago Beruete examina, a la luz de la propia experiencia, su tarea de maestro. Son páginas cargadas de crítica, como en general todo el texto, que está animado por la certeza de que hombre y naturaleza, hombre y cosmos, formamos parte de una unidad, que cuando se contempla la realidad como campos inconexos, terminamos por descarrilar.
La respuesta es la educación
La educación no deja de ser “la respuesta a todos los conflictos que nos afligen: la emergencia climática, la pobreza, la violencia de género, la xenofobia, el control tecnológico y un largo etcétera. El camino hacia un mundo mejor parte y culmina en las aulas. En ellas se gesta el futuro de los países, y los artífices de su prosperidad material y espiritual son sus docentes”.
Pero ¿cómo debe ser esa respuesta? Aquí viene un punto interesante porque Beruete atribuye el auge de los populismos a una educación demasiado indulgente con la irresponsabilidad, con la indisciplina y la pereza, que transforman a los niños y adolescentes en tiranos, sordos a las demandas del otro, incapaces de dialogar sin acaparar la atención.
Hay pasajes dedicados a la creatividad, esa insistencia tan reiterada, a veces tan desenfocada: “no son las facilidades y la libertad lo que sirve de acicate a la creatividad, sino las penalidades, los obstáculos y las prohibiciones” Y hay también momentos de este libro apasionado, tierno, sabio y profundo en los que nos llama la atención sobre la pérdida de virtudes esenciales: “ser paciente, capaz de atender y dialogar de tú a tú son cualidades que van camino de convertirse, si no lo son ya, en las credenciales de unos pocos felices y, por ende, una marca de estatus y un signo de distinción”. La piedra angular de la misión educativa, según Beruete, es la curiosidad: “si los docentes realizásemos un juramento parecido al de los médicos, este debería comprometernos a mantener viva la curiosidad de los estudiantes”.
El cultivo de la impertinencia
En Aprendívoros, Santiago Beruete extrae los grandes principios vitales de la naturaleza, de los árboles, referencia permanente del libro, por su capacidad de adaptarse a un entorno cambiante del que no pueden escapar: “si queremos preparar a los menores para lidiar con los imponderables de la existencia, tolerar la incertidumbre, convivir con sus contradicciones y adaptarse a entornos cambiantes, la enseñanza no debe perder el respeto a la realidad, ni dejar de combatir la tendencia al autoengaño”.
Beruete invita al cultivo de la impertinencia, al cultivo de la cultura clásica, de las letras, a poner un jardín o un huerto en cada escuela, en cada instituto, a fomentar la responsabilidad sobre el mundo que nos rodea, a escuchar, y a mantener la esperanza ante cada persona, ante sus talentos, que emergen cuando menos se les espera. El libro está lleno de experiencias de maestro, de milagros y pequeños fracasos, y de asombro. Hace mucho tiempo, queridos lectores, que no tenía ese temor que nos asalta pocas veces, a que el libro termine.
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