En el mundo prepandemia, Bichopalo era un pequeño restaurante de mercado, en el de Barceló. Unas pocas mesas altas, una cocina diminuta, una técnica muy precisa, una imaginación desbordante y una atención que sobrepasaba la excelencia. Esas eran las armas de los hermanos Pozuelo. Daniel y Guillermo. Daniel se ha formado en grandes cocinas desde Arzak a Alboroque. Hasta que puso la suya, porque llega un punto en que la disciplina de otros no puede encerrar la creación propia. Uno cuenta con los dedos las veces que ha tenido la oportunidad de ver crecer un restaurante, desde un pequeño fogón, hasta la fama. En el caso de Bichopalo, los Pozuelo están dando pasos en esa dirección. No buscan la celebridad. No tienen prisa. Van a su aire, con paso seguro, no han cambiado la esencia: en sus platos ya hay una gran cocina. Y a precios de clase media urbana. Tienen lista de espera. No es extraño. Ahora les digo el porqué.
Bichopalo tiene nueva casa. Ya dejaron atrás el mercado de Barceló. Ahora ejercen en Cristóbal Bordiú, al lado de Ríos Rosas, esa zona de Madrid en la que ha ido fermentando en estos años un ambiente urbano de bistrots, trattorias y tiendas diferentes. Un barrio, con la calle Ponzano como mascarón de proa, que se aleja de la uniformidad clonada de otras zonas del centro de la capital. El nuevo Bichopalo sigue siendo pequeño, pero es más acogedor. Tiene un aire de comedor de familia, con aparadores cargados con libros de cocina y botes de cristal con ingredientes. Faltan solo las fotos familiares. Hay mucha madera, y una sencillez cuidada, amable, exquisita, casi oriental. Esto es tarea de Guillermo.
Daniel, en la cocina, hace lo que quiere. La prueba es un menú con seis platos que comienza con unas otras con ajoblanco y caviar. El fondo lechoso atenúa el sabor a mar y la ostra descansa en el aroma de las almendras con una comodidad sorprendente. El equilibrio define la cocina de Daniel; lo que pone en el alambre para conseguirlo es algo insospechado. Les confieso que miré las ostras con sospecha. Uno es un purista que las quiere siempre desnudas de otros sabores. Ponerles limón debería estar penado con una dieta severa. Ponerles ajoblanco es una genialidad. No será la última de esta experiencia.
A las ostras les siguió un pequeño plato de berberechos abiertos al vapor con vino chino y al fondo, como un prado, unas verdinas con un fondo de pescado azul y pimientos a la brasa. De nuevo, insisto en el equilibrio, y aquí además en lo sutil, porque todo mantiene su sabor y su acento, ningún ingrediente hace sombra a los demás y todos los matices se respetan y armonizan.
Le siguió un dumpling de jabalí con fondo de ave agripicante. Se trata de una tira de pasta que forma una espiral en el fondo del plato. Los espacios que deja la espiral están rellenos de un guiso de jabalí, un guiso otoñal, muy trabajado, como de cocina antigua. Y el fondo, amigos, el fondo es otro malabarismo de Daniel Pozuelo: justo punto de picante, un aroma oriental, que si cierras los ojos no sabes si estás en una cocina de Singapur o en una francesa.
Le siguió un filete de dorada con holandesa y limón negro. Guillermo me explicó que el limón negro es una forma de elaborar los limones que es propia de la cocina iraní. Los hierven en agua salada y los dejan secar al sol. El limón adquiere un color negro y un sabor cítrico y amargo singular. De nuevo los matices y el equilibrio en un plato que es una bandera de color mediterráneo, soleado, ligero, y marino. Al lomo de venado que vino después le faltaba un punto de calor para expresar todos los detalles de la trufa, la trompeta de la muerte y el toffee de cebolla. El plato encierra una combinación que te lleva al profundo bosque en otoño, a una cocina rural.
Terminamos con una crema de galleta María con helado de almendra tostado y espuma de leche con canela. Es pura infancia, un postre lleno de emociones, decorado con un monchi, un muñeco planchado con jengibre al que, en mi opinión le faltaba consistencia. Quizá es un viejo capricho del niño que le pedía a su madre, cuando preparaba las natillas, que las galletas que flotaban en la crema mantuvieran intacta su textura. A mi madre, que siempre hizo milagros, ese se le resistía. Cuando lleguen al final de la comida tendrán dos grandes sorpresas. La primera es un bombón de toffee de boletus. Sí. El chocolate con el boletus. Otro juego de prestidigitador de Daniel. La última sorpresa será la cuenta. No se lo van a creer. Alta cocina a precios de mercado.
Sin prisa, sin pausa, Bichopalo ya es una de las grandes cocinas de Madrid.
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