Viajeros en el Tercer Reich. Julia Boyd. Ático de los libros
Diplomáticos, estudiantes, escritores célebres como Virginia Woolf o Samuel Beckett, veteranos de la primera guerra mundial, parejas en luna de miel, homosexuales en busca de jóvenes amantes, periodistas, intelectuales, curiosos, filonazis, comunistas y otras especies, viajaron por la Alemania del Reich con facilidad, y dejaron escritas sus impresiones en artículos, en libros y en cartas. La tarea de reconstrucción y ordenamiento de todos esos recuerdos, un trabajo minucioso de orfebrería, ha permitido a Julia Boyd construir un libro fascinante, un fresco que permite observar en detalle los resultados del gran ejercicio de persuasión que desplegó el régimen del Hitler antes del Anschluss (anexión de Austria) y de la invasión de Polonia.
Porque la primera tarea de Hitler fue la conquista del poder en Alemania al tiempo que convencía a la opinión pública mundial de su afán pacifista y de la necesidad de apoyar su régimen, como garantía de que formaba un tapón para parar la expansión del comunismo soviético. De todos los intelectuales que pasaron por la Alemania hitleriana, tan solo Denis de Rougemont y W.E.B. Du Bois (activista de los derechos civiles, germanófilo y amante de Wagner) fueron capaces de percibir, y de escribir, que si había algo parecido en Europa a la Rusia soviética, al comunismo de Stalin, era el nazismo de Hitler. Claro que nadie es perfecto cuando se someten las impresiones de su presente al juicio de la historia: De Rougemont fue clarividente sobre la naturaleza del nazismo, al tiempo que justificaba en parte la ofensiva antisemita hitleriana.
El atractivo de la gran potencia cultural
Viajeros en el Tercer Reich recuerda que la Alemania de entreguerras era un destino de primer nivel. Las élites británicas y americanas enviaban a sus hijos a estudiar a las universidades alemanas, y no dejaron de hacerlo hasta los últimos días previos a la invasión de Polonia, el primero de septiembre del 39. El idioma alemán seguía siendo un pasaporte imprescindible para acceder a un conocimiento técnico y filosófico que en la época estaba codificado en esa lengua. Alemania seguía siendo, a pesar de la guerra, la nación más culta de le época, y los viajeros, en especial los británicos, eran muy bien recibidos por la población alemana. También los americanos, salvo alguna excepción como la de Charles Chaplin, que tuvo que soportar la manifestación que los nazis le organizaron frente al hotel Adlon donde se hospedaba en Berlín, en 1934.
Tan solo quienes conocían la lengua eran capaces de penetrar en las capas de resentimiento y odio a los judíos que propiciaron el ascenso del nazismo. Como un matrimonio de turistas británicos, de paso por Fráncfort, al que se dirigió una madre para rogarles que sacaran del país a su hija, judía y minusválida. La niña fue salvada de una muerte segura. Para el resto, Alemania presentaba un rostro limpio, de nación activa, con una juventud laboriosa y una clase dirigente que había conseguido el milagro de la reconstrucción de un país devastado por la Gran Guerra.
Fueron muchos los cautivados por ese esplendor. El régimen procuraba ocultar cualquier elemento de propaganda que empañara esa imagen. Durante los Juegos de la Olimpiada de Berlín los carteles que marcaban las prohibiciones a los judíos fueron retirados. Al día siguiente de la clausura, volvieron a las calles. Pero al mismo tiempo se permitía el acceso a algunos campos de concentración de’delincuentes’ y opositores al régimen. Dachau fue una atracción turística, abierta a las visitas, que alababan la gestión eficiente de una instalación que no despertaba ninguna sospecha.
El ‘pequeño inconveniente’ del antisemitismo
Otros viajaban a Alemania en busca de cuerpos jóvenes. Al poeta Auden, a Isherwood y a Stephen Spender, les gustaba pasar las vacaciones en Rügen, una isla del Báltico, en compañía de muchachos que tomaban el sol desnudos en las largas playas de arena. Otros, como el norteamericano Thomas Wolfe, viajaron a Alemania y fueron seducidos por el nuevo espíritu de ‘tierra y sangre’ que inspiraba el Reich. Pero Wolfe salió de su espejismo cuando fue testigo de cómo un oficial de la Gestapo arrestaba a un judío que intentaba salir de Alemania por tren, en la frontera de Aquisgrán. Meses después escribió su experiencia en un artículo titulado ‘Tengo algo que contar‘. Nunca volvió a Alemania, a pesar de que era un país que amaba y en el que tenía decenas de miles de lectores.
Muchos de los que visitaban Alemania eran además antisemitas. El odio a los judíos no era una exclusiva de la nación aria. Como escribe Boyd, ‘para ellos, la desgracia de unos pocos judíos era un precio muy pequeño que había que pagar a cambio de la restauración de una gran nación: una que, además, era el principal bastión europeo contra el comunismo‘. Eso explica, por ejemplo, la presencia de delegaciones de algunas grandes universidades europeas en la fiesta del 550 aniversario de la Universidad de Heidelberg, a pesar de que las nuevas autoridades nazis habían expulsado y encarcelado a todos los profesores judíos.
«El alemán más grande de su era»
Los festivales de Bayreuth, la ópera, la Pasión de Oberammergau (cuya difusión Hitler apoyó para cargar las tintas sobre la culpa histórica de los judíos) atraían a miles de turistas. Algunos, muy pocos, llegaron incluso a entrevistarse con Hitler, como narra el pasaje que hemos elegido para nuestro podcast. La mayor parte fueron víctimas del poder persuasivo del canciller.
Uno de los momentos más relevantes de los narrados en el libro es su entrevista con el británico Lloyd George. Se vieron dos días seguidos en la residencia de Hitler en Berghof. En el segundo encuentro, frente a una delegación británica, Hitler pronunció estas palabras: ‘Si los aliados ganaron la guerra, la victoria no se debió tanto a los soldados sino a un gran estadista, y ese es usted, señor Lloyd George‘. Lloyd contestó que le emocionaba ese tributo, sobre todo viniendo del ‘alemán más grande de su era‘. En ese clima prendió la idea de que la mejor forma de evitar la guerra era conceder a Berlín todos los deseos de Hitler para ampliar el ‘espacio vital‘ de Alemania.
Como escribe Julia Boyd al término del libro: ‘la maldad nazi impregnaba todos los aspectos de la sociedad alemana, pero cuando se mezclaba con los placeres seductores que aún ofrecían a los visitantes extranjeros, la horrenda realidad a menudo se ignoraba durante el tiempo que hiciera falta‘. Solo la Kristallnacht y la invasión de Praga con la anexión de Bohemia y Moravia desanimaron el turismo. Todavía en 1939 la agencia Thomas Cook publicaba un folleto en el que alentaba a sus clientes a ver la ‘nueva Alemania’ con sus propios ojos: ‘en todas partes encontrará la comodidad, la amabilidad y el buen viajar, que son los elementos esenciales de unas vacaciones inolvidables‘.