Cuídese de los bienintencionados sabelotodo

Entre la extensa correspondencia de Tolkien, una de las cartas a su amigo Rayner Urwin comienza con la exclamación “¡Desearía reprimir a la gente bienintencionada que cree saber!”, debido a la mala corrección de uno de sus textos élficos; hecho éste que a más de un editor nos ha sucedido y, por ello, sabemos contar al menos hasta mil para no matar a un traductor y poder parar a tiempo las máquinas de imprenta, de manera que un libro no sea publicado con gotas de sangre y huellas evidentes de violencia gratuita o exclusiva para subscriptores.

El desairado escritor de El señor de los anillos no fue el único en sufrir los desmanes de manos bienintencionadas que hubieran estado mejor bien guardaditas en los bolsillos de inútiles que, a diario, todos encontramos en este bendito valle lacrimoso, según las lluvias y los males sobrevenidos por aquellos que creen saberlo todo.

Estos resabiados de buena voluntad suelen ser vencidos por un extraño ansia de llevar razón en cualquier ámbito del saber, del trabajo, del ocio o del problema que usted, cándido, le haya contado en una charla distendida. Si usted sufre a alguien así, no sólo le comprendo, sino que lo apoyo y lo acompaño en el sentimiento porque, diga lo que diga, habrá perdido la razón de antemano ante la sabiduría de quien cree saber más y mejor.

Quien cree saberlo todo es, justamente, quien menos factores tiene en cuenta a la hora de hacer un juicio crítico de cualquier asunto y su consiguiente acción. Su todopoderosa omnisciencia lo acostumbra a llevar razón, a salirse con la suya en el mismo proceder, aunque siempre tropiece en el mismo craso error de no perder tiempo contrastando con viejos que han sido maestros del diablo y, de ahí, se reconoce la sabiduría del tenebroso ángel caído.

En fin, por estas afirmaciones se puede saber quién paraliza los trabajos y las obras que allanan los caminos del progreso en el mundo: el hombre que cree saber. Porque como lo sabe todo, ¿para qué preguntar, pedir consejo, ayuda, consulta o perdón? Lo que este pobre iluso desconoce, por orgullo, es el significado de la palabra ‘humildad’ y, seguramente, también desconozca mi insistencia en que se piensa y se progresa mejor en compañía; ya sea en un laboratorio, en una oficina, en una panadería o en boxes, a la espera de poner a punto un bólido.

Bien sabe santa Teresa de Ávila, no de bólidos, sino de la pena de quien no comprende la dinámica o aerodinámica del conocimiento humano, cuando en las Primeras Moradas se pregunta, como mujer inteligente que era:

“¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quiénes somos? ¿No sería gran ignorancia (…) que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni conociese quién fue su padre, su madre ni de qué tierra?”.

Igual de contundente que Tolkien, pero unos años antes, ¿verdad? Pues más contundente se muestra con esa grosera forma con la que nos miramos entre nosotros y a nosotros mismos como si agotáramos nuestra dignidad, nuestro valor a objeto de disputa; como si redujéramos el sentido y la profundidad de cuanto se aparece ante nosotros por “creer saberlo todo”, o por miopía existencial que, en resumen, es el mismo error.

Doña santa Teresa, flamenca como ella sola y ávida lectora contra la opinión dominante del macho español, que creía saber más que la monja, sentencia sobre el desconocimiento de nosotros mismos:

“…si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, así a bulto…”.

Por terminar y ayudar, en la medida de lo posible, a sobrellevar la carga de orgullo de quien cree saberlo todo antes que usted, y que antes de haber nacido el ínclito sabio sólo existía la nada, no hay mejor lección que partir de las preguntas que brotan del sentido cuando éste se estampa contra la dura realidad. Y para preguntas comprometidas, no hay mejor ejemplo que las que recibe Job, tras llegar a una conclusión desacertada sobre sí mismo porque, entre otras cosas, también estaba rodeado de ‘amigos’ que creían saber más que él mismo de su vida. Nada nuevo bajo el sol.

Si nunca se ha asomado a la Biblia, le recomiendo esta obra maestra de poesía y teatro ancestral en la que el autor se vacía para explicar el problema perenne del mal y del sufrimiento humano. Lo curioso es que no da una respuesta rápida como los sabelotodo de todo, sino que Dios responde preguntando, como la santa de Ávila y como todo hombre curioso y respetuoso con la inteligencia de su interlocutor. De este modo, comienza una maravillosa retahíla de interrogantes a un afligido Job, que supone uno de los monólogos más bellos de la literatura universal.

“Si eres valiente, cíñete los lomos:

te voy a preguntar y tú me instruirás.

¿Dónde estabas tú cuando cimenté la tierra?

Dilo, si tanto sabes y entiendes.

¿sabes quién fijó su medida

o quién la midió a cordel?

¿Dónde se asientan sus bases?

¿Quién puso su piedra angular

entre el vocerío de los luceros del alba

y las exclamaciones de los hijos de Dios?

¿Quién cerró el mar con compuertas

cuando escapaba impetuoso de su seno,

cuando le ponía nubes por mantillas,

nubes tormentosas por pañales,

cuando le marcaba las lindes

poniendo puertas y cerrojos?(…)

¿Alguna vez has mandado a la mañana

o asignado su puesto a la aurora?

¿Has entrado hasta las fuentes del mar?

¿Has paseado por el fondo del abismo…?”.

Y suma y sigue, y sigue preguntando al pobre Job para que comprenda; para que también nosotros comprendamos que quien cree saberlo todo, no sabe otra cosa que pequeñas introducciones a la grandeza de la vida que nos lleva, a veces, contracorriente y aguantando nuestra insoportable soberbia.

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