Desde luego, hay mujeres que…

Nuestra acostumbrada distracción nos traiciona. Nos ciega con una especie de escama a modo de cataratas prematuras en los ojos y en el corazón. Así que, a tientas, nos movemos juzgando con tópicos y prejuicios que heredamos y que, a la vez, dejamos en herencia a otra generación, ya con menos vista que un gato de escayola.

Una de esas cegueras, tópicos o imposiciones en forma de ocultamiento es el de la labor de la mujer en la sociedad. Y “la Historia es testigo” –así de rotundo me pongo- de que a la mujer se le ha apartado, reducido y ocultado como exclusiva “señora de su casa”, atada a la pata de la cama con una cadena suficientemente larga para que pueda llegar a la cocina.

Reconozcamos sin generalizar, por supuesto, la evidencia de haber borrado su talento para levantar sociedades con ese incómodo machismo del que ahora ningún hombre quiere hacerse responsable. Ya nos costaría decir cinco nombres de escritoras del siglo XIX; con dificultad dos o tres científicas, que no sean las evidentes; y en otros campos de batalla o del arte, si echamos la vista unos siglos atrás, el silencio se hace absoluto, sólo alguna lucecilla de grandeza, como si nuestra civilización hubiera consistido en una larga y aburridísima tarde de parque en un banco lleno de chicos, y sin más conversación que el embrutecimiento mutuo y el dichoso fútbol que los hipnotiza y los mimetiza con las estrellas de los circos romanos o los estadios.

Quien convive con ellas y, sobre todo, si es padre, hermano y tío de mujeres descubrirá gestos más que elocuentes de una diferencia abismal en su proceder a la hora de afrontar la realidad.

Sin generalizar-repito-, ellas son y están mucho más atentas al detalle. Algo, sin duda, importantísimo si, por ejemplo, estás en un quirófano en plena operación a corazón abierto o ante un problema médico de cierta importancia y ella te dice “no te preocupes, yo soy como tu madre”.

Ciertamente, yo no he encontrado todavía un médico con esa capacidad de empatía instantánea y de ponerse en la piel de un paciente con melena y patillas de hacha extragrandes como las mías.

A qué viene esta apología de lo femenino, se preguntarán. Viene a que a la hora de la verdad, desde mi nacencia, y sin idealizar a nadie porque he visto de todo, también he observado que las mujeres suelen ver más allá que los hombres: tienen una visión intuitiva más desarrollada. De ahí, supongo que se las llamará ‘brujas’ en el sentido cariñoso, como en ocasiones se lo llaman a un servidor porque puedo intuir lo que sucede a miles de kilómetros con un margen mínimo de error.

De hecho, si hago memoria del último año, con la única excepción masculina de mi Urdaci de mis entrañas, los únicos gestos reales de compañía verdadera para atravesar mi piélago médico personal han sido mujeres. Exclusiva y rotundamente, mujeres.

Quien convive con ellas a diario podrá comprobar que su sola presencia ensancha escenarios, amplía estancias, eleva los techos hasta rozar, casi, el cielo y, en un momento dado, siempre aseguran unas risas.

Si no me creen a mí, crean en la palabra de Gabriel García Márquez. Consciente de esta realidad, o no, describe a la perfección el distinto proceder de hombres y mujeres ante el mismo acontecimiento en una dulzura de relato corto: El ahogado más hermoso del mundo.

Mientras ellos tratan de deshacerse cuanto antes de un aparecido en la playa, ellas hacen todo lo contrario. Ellos: “…quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos mueren de nostalgia, de manera que las  malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla…”

Ellas, en cambio, ante el mismo ahogado, fueron pausando los acontecimientos, comenzaron a preguntarse por su nombre, le limpiaron la cabellera y la barba, lo acicalaron; en definitiva, lo miraron y lo trataron como lo que era, un hombre hermoso:

“…las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que lo habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión…”

Y aquel estremecimiento de compasión, aquella concordancia de corazones, aquella correspondencia con el drama del ahogado, aquella imbricada ternura entre sentimiento, razón y acto que denominamos ‘amor’ tuvo sus consecuencias inmediatas en los hombres, que hasta ese momento sólo pensaban en deshacerse del incómodo cuerpo que había traído la marea.

Para no quitarles el gusto de leer el breve relato de apenas tres páginas, sólo les digo que el pueblo cambió tanto y se hizo tan hermoso como su ahogado. Tan hermoso que cambió por completo la semblanza de las casas y el corazón frío y calculador de los hombres, hasta el punto de que allí “el sol brilla tanto que no saben donde girar los girasoles…”

De no ser por el corazón de algunas mujeres, ya les digo que el fondo del mar estaría lleno de anclas de barcos con esqueletos podridos, bamboleados por las corrientes como tétricas banderas del desinterés masculino. Y que, sin duda, sin mujeres como estas, uno de esos deshilachados guiñapos con sus manos comidas por los peces y con sus falanges elevadas a la nada, hubiera sido yo. Palabra de marino.

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