El archivo de los sentimientos. Peter Stamm. Traducción de José Aníbal Campos. Editorial Acantilado
Despedido de su trabajo como archivero en un medio de comunicación, el protagonista de este soliloquio hipnótico que es El archivo de los sentimientos, consigue que sus jefes le permitan llevarse el viejo archivo a su casa. La digitalización ha convertido los recortes de prensa y las fotos de papel en una antigualla inútil. Entre las carpetas que almacena, repasa, pesa y analiza, están las diferentes etapas de la vida de Franziska, también llamada con el alias de Fabianne, la mujer que ama, con la que nunca ha conseguido más que una ondulante e imaginada amistad. Las carpetas están clasificadas en función de los sucesivos amantes que ha tenido Franziska. En la estela de Chéjov y de Carver, Acantilado ha publicado la mayor parte de su obra.
Todo le es ajeno al encargado del archivo, al hombre que narra con extremo detalle su vida interior. Camina por su casa, a la que le cuesta llamar con ese posesivo, porque se trata de la csa de su madre: «voy hasta la habitación de mis padres, en la que nunca ha dormido nadie aparte de ellos. Las camas están aún hechas, como si pudieran regresar en cualquier momento. Parece una locura, pero no estoy loco. Sencillamente, no quiero que nada cambie. Eso no es delito. Oponerse al paso del tiempo, no dejarse arrastrar por el torrente de los cambios. Es como habitar mis recuerdos del mismo modo que habito esta casa, en un presente eterno en el que nada desaparece, donde todo palidece poco a poco, se cubre de polvo, se disuelve». El libro narra la vida de un hombre de mediana edad, un ermitaño, alguien que vive observando la vida de los demás
En especial la de Franziska, convertida con el paso del tiempo en una estrella de la canción, y para el narrador un anhelo permanente, un objeto de «amor inalcanzable». El tema no es original, pero Stamm tampoco lo pretende. En una entrevista de 2012 con The New Yorker, postuló que “muy a menudo, las historias extremas o deliberadamente originales solo intentan compensar la falta de empatía por parte del autor”, y agregó que “los escritores pueden aprender de los pintores. Ningún gran pintor elegiría jamás un tema original para sus pinturas”.
Escrito en una prosa fría y sin adornos, desprovista de todo lo que sobra (al modo de Hemingway) Stamm sustituye la magia pretidigitadora de «lo original y novedoso» por una observación analítica de los personajes digna de un neurólogo. Emerge así una verdad que de otra forma seguiría sumergida por la acción. El narrador, atento siempre a las huellas de su archivo, no es capaz de recordar con precisión los momentos decisivos de su vida. Sumido en una ficción decantada por el deseo, ya no recuerda si fue él quien dejó a su novia, o fue ella quien le abandonó. Verdad y ficción se confunden, y la Franziska de la vida real transmuta en un personaje de ficción.
Hay también mucho de Kafka. El archivero disfruta con su tarea, por muy inútil que sea. Experimenta la satisfacción de tener toda la realidad clasificada. Inmerso en su trabajo, es incapaz de imaginar otras vidas, hasta el punto de que cuando es despedido, se lleva el archivo al sótano de la vivienda de su madre para continuar con la tarea a la que ha dedicado su ser, a la que ha sacrificado su forma de ser. El mundo le es indiferente. Solo siente interés por su clasificación.
El narrador vive en un soliloquio infinito: «comento y argumento, me explico cosas, imagino situaciones y las repaso mientras represento varios papeles, manipulo mis vivencias, me reafirmo en mis decisiones y disculpo mis fracasos, me consuelo a pesar de las pérdidas. Soy mi amigo más leal, pero, aun cuando en mi mente oiga hablar a otras voces, no se trata de un diálogo, es un soliloquio triste, lamentable».