El bar que se tragó a todos los españoles. Alfredo Sanzol. Ediciones Antígona
El bar como escenario de la transformación de una sociedad. Eso es El bar que se tragó a todos los españoles. Crecí en el amor al teatro. Cuando no podíamos representar una obra, la leíamos en voz alta, en una sala oscura iluminada tan solo por la luz de los flexos que nos permitían leer, a cada uno su personaje. Ese ejercicio de visualizar en la mente cada escena es uno de los más estimulantes que conozco. La obra de Sanzol se presta a ese juego con una plasticidad y una capacidad narrativa sobresaliente.
¿Qué cuenta El bar que se tragó a todos los españoles? La historia de Jorge Arizmendi, un cura navarro que en 1963, con treinta y tres años, decide cambiar de vida, dejar el sacerdocio, y viajar a Estados Unidos. Quiere aprender inglés y marketing, pero está huyendo del compromiso del sacerdocio. Aterriza en Orange, en el estado de Tejas. Allí una congregación de padres escolapios le ayuda a encontrar trabajo como vendedor de aspiradoras. Uno de los lugares que visita es un rancho en el que vive un matrimonio que ha sufrido recientemente el fallecimiento de un hijo. Este hijo era físicamente igual que Jorge, hasta el punto de que los rancheros al ver a Jorge creen estar viendo a su hijo, y le hacen la siguiente propuesta: “Si te quedas a vivir con nosotros, cuando muramos, este rancho será tuyo”.
Esto es el comienzo. En el viaje Arizmendi se enamora, tiene un encuentro un tanto indigno con Martin Luther King y prueba las frutas amargas y dulces del destino. Mientras, espera la dispensa papal para dejar sus votos. Regresa a España, recupera el amor por Carmen, a la que ha conocido en Estados Unidos, lo que agrava su situación. El desenlace ya es tarea del lector. Digamos además que Sanzol toma como pretexto inicial la historia de su padre. Fue sacerdote, colgó la sotana, pero en casa nunca contó esa historia. Fue uno de los que cambiaron de vida cuando dar ese giro era una tragedia, un cataclismo.
El texto teatral de El bar que se tragó a todos los españoles (no he visto su representación), tiene algo que recuerda al teatro de Tadeusz Kantor. En Wielopole, Wielopole, recuerdo a Kantor en un rincón del escenario, desde el que ordenaba los movimientos de sus actores, fantasmas de un pasado que orquestaba el director en una recreación hipnótica de una realidad revivida en cada función.
El tiempo pasado y el presente, en todos sus planos, fluyen en el mismo cuadro teatral, como si fuera una narración continua en la que los personajes a veces viven el momento, para pasar un instante después a narrar el recuerdo, a contemplarse a sí mismos como si desdoblaran su personalidad, como si fuera la vida de otro la que están contando, como el que contempla un cuadro en el que uno mismo es el protagonista.
Eso le da a la lectura, supongo que también a la escena, una fluidez concentrada, como si la narración se moviera en una esfera de cristal en la que todo se puede contemplar desde cualquier punto de observación. La obra está llena de golpes de humor, y de un juego continuo en el que Sanzol regatea con los prejuicios del lector, para desconcertarle, sorprenderle, y sacarle de su propio quicio. Sanzol maneja un universo propio y convierte el bar en un escenario universal, un aleph en el que se puede entrar desde Tejas o desde una puerta de la calle Estafeta.
Si el lector además de lector es de Pamplona, captará los navarrismos, se reirá con una forma de tozudez que deviene con frecuencia en el humor sobre uno mismo, y las expresiones en las que el autor demuestra un oído fino para esas formas de lenguaje que traducen el carácter. La forma de expresar la sorpresa, el entusiasmo y el afecto tienen una formulación particular entre unas gentes que tienen fama de borricos, sin merecerla (otro maldito tópico) y que, por contra, son finos, afectuosos y cordiales.