El cielo en la tierra

“Tres ángeles sobre la calle, cada uno tocando con su trompeta; vestidos con túnicas verdes, con alas que sobresalen, han estado ahí desde la mañana de Navidad(…). Los perros y palomas vuelan y revolotean, un hombre con una placa pasa de largo, tres tipos arrastrándose de vuelta al trabajo. Nadie se detiene a preguntar por qué. El camión de la panadería se detiene fuera de esa cerca  donde los ángeles están en lo alto de sus postes(…) En este mundo concreto lleno de almas los ángeles tocan sus trompetas todo el día. Toda la tierra en progresión parece pasar. Pero ¿alguien escucha la música que tocan? ¿Alguien siquiera lo intenta?” -Bob Dylan-

Buenas preguntas las del viejo Bob que, en contra de la mentalidad común, volverá insistentemente en su magna obra, una y otra vez, al deseo que parece abandonado en el desván de los mitos y en los salmos de religiones pasadas de moda. Pero, no; nada de eso es cierto. La salvación, el deseo de salvarse, sigue candente de muchas maneras distintas, aunque reducidas a objeto de consumo espiritual y destinado a consumirse. Un objeto, el de la salvación que, por su propia naturaleza, no puede limitarse a una estancia cerrada para aquellos que ya han muerto, ya que de ser así tendría una frontera, una puerta, una caducidad material. Y de ser así: un lugar, la revolucionaria concepción de un cambio en nuestra humanidad, se cosificaría, empobreciendo el gran misterio a un negocio de exportación del alma, o de viaje astrometafísico e inobjetivable a otra provincia divina, o a una ínsula limítrofe con el mundo carnal.

Nuestra natural tendencia al tocar matérico, al materialismo positivo, al materializar lo imposible en una formulación, en un cálculo, en una coordenada tampoco ayuda, como ya dijimos que denunciara María Zambrano al separar filosofía de sentido poético–religioso; una escisión que, por cierto, no se da en la mentalidad semita, que une entrañas y razón en el mismo misterioso punto del alma humana, sin dejar de saber qué es materia y qué es Misterio, únicamente expresable a través del arte, la poética, la salmodia, la metáfora o la lengua de lo Invisible que a la razón física se le escapa de las medidas y la conceptualización casuística.

Tampoco ayudó una cierta teología impregnada de racionalismo, al tratar el asunto salvífico como una postrimería, un ultimátum jurídico que debe acontecer más allá de las esferas horarias que atraviesan con sus minuteros afilados la incertidumbre de un hombre desinteresado por las cuestiones intangibles y, sobre todo, por las futuras, por el cuándo debe suceder qué en la vigesimosexta hora del mundo, mientras el presente carece de sentido o es, directamente, un infierno temporal del que huir(salvándose) hacia delante. Porque, en el fondo, no hay fuga que no parta de ese anhelo de transformación, de serenidad, de Leticia inaccesible a la cosificación fosilizada del materialismo religioso.

La realidad ya se encarga por sí misma de tirar por tierra la concepción cerrada, estanca, del concepto ‘salvación’ cuando el universo, lejos de tener paredes, parece un niño grande en la placenta de su madre que no deja de crecer y cuyo cordón umbilical se pierde en la espesura de los espacios. De ahí, se debería comprender con admiración que, así como el confín incierto tuvo un principio, la misma salvación deba dejar de ser concebida sólo como un final y empezar a pensar en ella como un origen, como un inicio, con su progresivo proceso de ‘ahoras’ e instantes en el que el mundo “con sus dolores de parto” ya está siendo atraído hacia el orden que rige la hermosura que vemos retoñar ante nuestros ojos en primavera: entre el primer deshielo y la primera y candorosa flor del almendro; que por su misma naturaleza, vuelve, vive, da fruto y muere, mientras nosotros, en este mismo instante, –unos más jóvenes, otros más viejos– somos atraídos, no hacia un lugar como describe Borges en su breve relato sobre Melanchton, Un teólogo en la muerte:

“Un atardecer sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a su habitación en la tierra. Alguno estaba repleto de instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos…”.

No, la salvación a la que somos atraídos, no debe caber en límites de merecimientos, en balanzas y cálculos de justicia humana, en habitaciones más o menos grandes del cielo, en semejanzas de bienestar utópico. De ser así, yo no la quiero porque, en definitiva, sólo son imágenes agrandadas para la postrera imaginación de una vida insatisfecha. La salvación a la que somos atraídos ahora, justo ahora, es más bien, una Persona: un padre, una madre que nos acurruca recién nacidos y nos limpia el estigma de la muerte. “Yo hago nuevas todas las cosas”, dice el Cristo en presente. Por eso, es mejor contemplar que esas cosas están, son, suceden, pero nosotros aún no podemos verlas con los ojos vivos, llenos de espacios temporales y temores ancestrales sobre el fin de los tiempos que vendrá. Por supuesto. Pero el futuro no existe sin el hoy, ni existe sin el gran artesano de los días. Dudar de la bondad de Dios, es dudar del amor de una madre primeriza que esté en su sano juicio. Basta mirar los hechos, el cuidado, la ternura, la nana, la vida entregada por otra vida sabiendo que nadie viene al mundo a ser ceniza en un tarro de porcelana, o estatua de gloria a la que pierden el respeto las palomas.

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