“…ahora tenemos armas de polvo químico.
Si nos obligan a dispararlas, entonces debemos hacerlo.
Un botón presionado y disparar al mundo entero
y nunca haces preguntas
cuando Dios está de tu lado
En muchas horas oscuras he estado pensando en esto:
que Jesucristo fue traicionado con un beso.
Pero no puedo pensar por ti, tendrás que decidir
si Judas Iscariote tenía a Dios de su lado.
Así que ahora que me voy.
Estoy cansado como el infierno.
La confusión que siento no se puede expresar con palabras;
las palabras llenan mi cabeza y caen al suelo.
Si Dios está de nuestro lado, detendrá la próxima guerra”. –Bob Dylan–
Entre los cortinajes de lo real, algo espera insaciable nuestra atención diluida en los torbellinos de agua que preceden a la cascada; ruido ensordecedor, aguas turbulentas, rocas afiladas que nos cortan las manos; vértigo, ahogo, vacío….
La llamada no aparenta mentir cuando acercamos la hipnotizada vista a la apariencia de seguridad y los dedos atraviesan la llama sin luz en la oscuridad de la caída, hacia la oscuridad del miedo; esa oquedad a la que el ojo, aún desacostumbrado, ve invisibles formas de la nada sobre el negro en una caleidoscopia de sombras y zumbido de silencio.
Ahí vamos, ciegos; ahí nos llevan…, y nadie vuelve a revelar qué esconde el estruendo en el que hemos desaparecido. Unos inventan algunas certezas para seguir caminando en esta larga madrugada, ya cercana al amanecer, tratando de no salirse del reguero de arena y piedras que los primeros desbrozaron para levantar un altar a Yahvé, a Alá, a los dioses menores, a Zoroastro, a Mahoma, a Jesús, el extraño profeta de la paz y la ternura que no cabe en las cábalas, en la política, en las suras ni en la Sharía.
De este modo, los hombres jadeantes levantan una certeza de doble filo; como quien levanta una verdad contra sí mismo y lastima con su colérica ceguera a los hijos de sus hijos, porque a falta de luz, el temor devora palmos de tierra fronteriza para acaparar un trozo más de vida, un trozo más de alba, creyendo que la atribución divina de ciertos odios les dará un espacio físico para su razón, o para su nuevo imperio.
Ahí nos llevan a todos. Tarde o temprano, nos llevan y no se salva nadie. Por llegar tarde a casa, por no ir uniformado, por no rasurarse la cabeza, por no sonreír lo suficiente, por no hacer las abluciones obligadas, por no asistir al culto del demonio, por comer cerdo, por beber vino, por levantar la vista a la sombra del señor que pasa, soberbio, altanero, para ver cómo levantamos los muros que anestesien a los vencedores del peligro que los bufones recordamos entre risas en la corte, y para ver las empalizadas de la zona prohibida, la de los infieles que duermen sobre un mar de petróleo.
Después –paradójica costumbre– nos obligan a cavar un gran hoyo a la sombra aún fresca de la línea genealógica, del albino ser, del homosexual sorprendido, de la mujer descubierta y obligada a cubrirse, del disidente, del loco, del santo que se niega a justificar la crueldad de una religión de Estado, reducida a los escombros de la norma y el rigor.
Ahí nos llevan a todos; nos violan y nos asesinan, nos lanzan al vacío, nos cortan la cabeza, nos cuelgan de grúas, nos desmembran los cuerpos, nos descuartizan. Después, rematan las quejas de los últimos moribundos, creyendo haber agotado la estirpe, la raza, la herejía que no merece un espacio en su nuevo horizonte de pulcritud, en el que ha de darse el amanecer sólo a los puros y a los corruptos que aparentan religiosidad con un poco más de oro.
Los pobres fusileros, los verdugos de rostro inerte, los secuaces lapidadores de la masa, atraviesan las camisas para no ver la mirada perdida de sus antiguos vecinos y los lanzan como trapos sucios a la gran tumba martirial de los distintos, de los anhelantes de libertad, de los que no han logrado un exilio por el camino hacia la frontera del norte, y encienden con sus cuerpos la gran pira de carne humana que hace vomitar a Dios. Pero entre tanto fragor de justicia demoniaca, no se han percatado de que sobre una colina dos jinetes observan la barbarie y vuelven a sus tierras, esparciendo el odio de la venganza que no ha logrado sofocar el sacrificio mortuorio.
Y los pesados cortinajes púrpura de la mentira envuelven la excusa de una nueva guerra como un nubarrón que devora al sol en el viejo paraíso donde, una vez, Dios paseaba con su criatura saltándose las vallas, las fronteras, las trincheras que separan las palabras de odio y el uso de su santo nombre en vano.
Un día de los hombres, en una hora humana, dentro de nuestras medidas, Él volverá al lugar del que nunca se fue. Un día nuestro en su tiempo; un lugar donde habló, habla y hablará, aunque sepamos de sobra que el alba por el que matamos sale de su boca y que en la tierra que nos dio, hemos esparcido la semilla de Satanás. Mientras tanto, como una Madre desolada, se abraza a las almas de sus hijos muertos.