El día de la langosta. Nathanael West. Traducción de José Luis Piquero. Hermida editores
Cuando Harold Bloom anotó las obras que componen su canon occidental, incluyó tres novelas de Nathanael West. Tres novelas cortas, podríamos añadir, porque West dejó, en su cota vida, apenas un puñado de narraciones, que caben en un tomo. Bruguera las reunió en un solo volumen en aquella colección de Narradores de hoy, en los lejanos ochenta. Bloom colocó en su canon Nada menos que un millón, la genial Miss Lonelyhearts y El día de la langosta. Esta última, editada ahora por Hermida, es la más alta expresión de West como escritor, el retrato de un Hollywood cruel y brillante, patético, lírico, sonriente y despiadado, poblado por los seres que «van a morir a California». También es la novela en la que nace Homer Simpson
Sí, Homer Simpson está inspirado en un personaje de novela de Nathanael West. Hace bien Hermida en subrayar este hecho en el fajín que acompaña esta edición, porque es probable que muchos lectores se acerquen a West con el reclamo de haber sido el creador de un sujeto que es en la animación contemporánea, el paradigma del pringado, el vulgar americano que por si solo desmiente la excelencia nacional del sueño de progreso.
El día de la langosta tiene un arranque muy cinematográfico. Como si fuera en un travelling, Tod Hackett, un dibujante que ha llegado a Hollywood para trabajar como diseñador de escenarios y vestuario, sale de su oficina y se mezcla con una masa de gente vestida «con ropa deportiva que realmente no era ropa deportiva». Cruza la calle entre soldados de infantería y húsares que caminan hacia algún rodaje.
Tod es un joven muy complicado, «con todo un lote de personalidades, una dentro de la otra, como un conjunto de cajitas chinas. Y La quema de Los Ángeles, el cuadro que pronto iba a pintar, demostraría definitivamente que tenía talento». Como Tod, el resto de los personajes de El día de la langosta han llegado a Hollywood en busca del éxito: actores de variedades, mexicanos con aspecto de cowboy, la joven Faye, que vacila entre los trabajos de extra y sus baches como prostituta, un enano con muy mala leche, y el niño Adore Loomis, empujado por su madre a los casting donde deben reconocer su talento.
West crea a Homer Simpson como un contable abúlico y apocado. Empleado en un hotel, es incapaz de echar de su habitación a una cliente morosa que le invita a cobrarse la deuda en carne fresca. Aparte de ese incidente, los cuarenta años de Simpson han transcurrido sin novedad ni excitación. Tod piensa, cuando lo ve por vez primera, que es «un modelo exacto del tipo de persona que viene a California a morir, perfecto en cada detalle, incluso los ojos febriles y las manos temblorosas».
A Simpson le tiemblan las piernas cuando se excita. No bebe, y sufre un síndrome por el que las manos se le duermen. No aspira a otra cosa que a una existencia sin más estímulo que el amor por Faye. Cuando pierde su trabajo, vive de sus ahorros y de las rentas que le dejó su padre al morir. La fortuna y la desgracia llegan a su vida el día que Faye decide cerrar con él un acuerdo comercial: vivirán juntos sin más compromiso que un intercambio mercantil en sus vidas.
Narrada con humor descarnado, sin artificios, con una trama lineal y directa, El día de la langosta es la hoguera de las vanidades en la que terminan los sueños rotos de miles de americanos que llegaron a California en busca del triunfo. Hollywood se convierte en un basurero: «y el basural crecía continuamente, porque no había un sueño flotando en alguna parte que más pronto o más tarde no terminase allí tras haber sido antes convertido en un elemento cinematográfico por medio de yeso, lienzo, listón y pintura».
La novela se desarrolla en el remolino de unas vidas que van al sumidero, entre alcohol, sexo de pago y peleas, narrado con un humor ácido que no solo ha inspirado a los creadores de los Simpson sino también algunas de las películas de los hermanos Coen. La colosal escena que cierra la novela, en la que West maneja con maestría una vorágine tumultuosa, es gemela del inicio de la narración, la exasperación de una masa enardecida.
La masa de los parados de la depresión, de los jubilados de la América de los años treinta, de los buscavidas y parásitos que llegaron a Hollywood a finales de la década. Una masa de aburridos que asisten a un estreno que terminará en tragedia: «su aburrimiento se vuelve más y más insoportable. Se dan cuenta de que los han engañado y arden de resentimiento. Cada día de sus vidas leen los periódicos y van al cine. Ambos los alimentan con linchamientos, asesinatos, crímenes sexuales, explosiones, accidentes, niditos de amor, incendios, milagros, revoluciones, guerras. Esta dieta diaria los vuelve sofisticados. El sol es una broma. las naranjas no consiguen excitar sus hastiados paladares. Nada es lo bastante violento para tensar sus mentes y sus cuerpos fofos. Los han estafado y traicionado. Han sido esclavos y han ahorrado para nada».
West forma parte de la llamada generación perdida. Tuvo una vida breve. Murió en 1940, con apenas 36 años, poco después de publicar El día la langosta, en un accidente de coche en México. Fue, con sus narraciones, el escritor que desnudó el mito americano de la felicidad y reveló su rostro grotesco, feroz y lacerante. El día anterior a su muerte había fallecido otro de los grandes de su generación: Francis Scott Fitzgerald. Convertida pronto en novela de culto, John Schlesinger la llevó al cine con Donald Sutherland y Karen Black en los papeles principales.
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