El espejo mágico. Jean Frémon. Traducción de José Ramón Monreal. Elba Editorial
Esta colección de pequeñas «viñetas» como dice Jean Frémon en el video que acompaña este artículo son una obra maestra de la persuasión aplicada al arte. Todo gira en torno al retrato. Es el centro de esta reunión de relatos que no tienen, en apariencia, una gran pretensión académica. Pero de su lectura, el lector obtiene primero el placer de las grandes historias, de los cuentos clásicos que encierran una o grandes verdades, que contienen una lección de arte, el apunte de una biografía fascinante y siempre, el triunfo de la pintura.
El espejo mágico toma si título de un ensayo homónimo, el que analiza el retrato en Rembrandt, su uso de espejos para pintarse en todas las épocas de su vida. Los retratos de Rembrandt son, dice Frémon, «la sinceridad misma, el candor al desnudo, la verdad en pintura». Nadie menos sospechoso de narcisismo. Se busca de forma constante, se muestra pero se esconde. La sombra del Autorretrato de 1628: «nos hace frente, pero es a sí mismo a quien mira». Una pared blanca detrás, y un juego de texturas para retener la luz, para crear su contrario, la sombre.
El pintor multiplicará los autorretratos, «totalmente despreocupado de las expectativas de la clientela. No trata de gustar. No teme los posados o las muecas, al contrario, los declina gustosamente».
Un espejo sirve al pintor para trasladar su imagen hasta la tela: «el espejo que es mágico es la tela. La magia está en la imagen más que en lo real. La propia palabra magia está en la palabra imagen. Edmon Jabès no ha dejado de ponerlo de relieve. Por medio de las circunvoluciones cerebrales, el sistema nervioso, la experiencia, la vida entera de un pintor, la apariencia de una imagen plana vista en el espejo se transforma en una imagen pintada sobre tela». El espíritu entra en la pintura, y Frémon subraya esta gran lección, la entrada de la idea en la materia de la pintura, que tres siglos más tarde renace en el pincel de Lucien Freud.
En El espejo mágico hay historias fasciantes como la del encuentro entre el emperador de la China, Kangxi y el jesuita francés Joachim Bouvet. Educado en la universidad de La Fléche, maestro en matemáticas y geometría, el jesuita Bouvet llega a China y pronto llega a oídos del emperador la presencia de un francés que domina la escritura y la lengua china. Lo adoptará como profesor. Kangxi, mecenas de las artes, hombre curioso y dotado de una memoria prodigiosa, encargará a Bouvet que sea su embajador en Francia, que le cuenta a Luis XIV, ese rey que brilla más que el sol, quién es el emperador. Para eso Bouvet tendrá que hacer un retrato. Pero la pintura, ejecutada al modo occidental, no será del agrado de Kangxi, por un detalle de un gran valor cultural, que el lector tendrá que descubrir por si mismo.
Intentar abarcar en una sola reseña la riqueza de lecciones y de historias de esta obra sería una tarea prolija. Recuerdos, imágenes, personas, relatos de la vida de los pintores, cuadros que todavía no han sido expuestos como el plátano sobre una silla que David Hockeny pinta una tarde que el modelo no se presenta a la sesión. Tenía necesidad de pintar y el plátano estaba allí, para servir como alimento. Sirvió como modelo. Los pintores se pintan a sí mismos, dice Miguel Ángel, y Frémon despliega en esta obra toda la declinación del retrato como género, como historia, como filosofía. Nada más natural que este género con el que los artistas buscan prolongar su presencia en el mundo más allá de la muerte. Una perpetuación que nace de una permanente e inagotable búsqueda de uno mismo.