Vivimos en la era de la hipérbole. Martin Scorsese estrena una película de las características de El Irlandés y ésta es saludada como una obra maestra cuando apenas se ha terminado de subir a la plataforma que la ha producido. (O empieza la primera proyección en uno de los muy seleccionados cines que la ha exhibido).
Ante tanto ditirambo, alguno se descuelga con una enmienda a la totalidad. No se trata de buscar el término medio porque sí, sino de poner las cosas en su justa medida. El Irlandés no es una obra maestra. Pero es un filme más que notable. Esperemos que se consiga entender la sutil diferencia.
La película está marcada por su metraje. (Bonita palabra cinematográfica que la desaparición del celuloide ha dejado obsoleta). Tres horas y media son palabras mayores, por más que el público del Video On Demand esté acostumbrado a pasar incluso más tiempo enlazando capítulos de series de televisión. Una duración de ese calibre raramente va a estar justificada. No es este el caso. El Irlandés gasta mucha energía en una presentación artificialmente estirada. No digo que no sea importante conocer la trayectoria vital de Frank Sheeran (Robert De Niro), el hombre que hizo carrera “pintando casas” para el histórico líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino). Pero Scorsese demora demasiado el momento en que el segundo entra en escena. No es hasta entonces cuando comienza de verdad el relato. Lo peor es que queda la sensación de que podría haber sido incluso peor. Choca ver a Harvey Keitel en un papel tan insípido, con lo que cabe deducir que algunas secuencias suyas se hayan quedado en la sala de montaje de la mítica Thelma Schoonmaker. Hay, eso sí, un flashback sobre el paso del protagonista por la Segunda Guerra Mundial que parece un descarte de Malditos Bastardos (Inglourious Basterds, Quentin Tarantino, 2009) y que ya nos da la clave de lo que el aparentemente anodino transportista es capaz.
Un gángster vocacional
Si algo distingue a El Irlandés de las demás obras de su autor ambientadas en el mundo de la Mafia es el ritmo. Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) y Casino (1995) ya eran muy largas. Pero dejaban al espectador pegado a la butaca desde el primer fotograma. En la primera, los tres personajes masculinos protagonistas se nos presentaban oyendo unos sospechosos ruidos procedentes del maletero del coche que van conduciendo. Resulta que el tipo al que creían haber asesinado se sigue revolviendo. Entre maldiciones y expresiones de incredulidad, proceden a rematarle. Es entonces cuando Ray Liotta dice aquello de que, desde que tuvo uso de razón, siempre quiso ser un gángster. Saul Bass a toda velocidad y Tony Bennett a todo volumen.
En la segunda, Robert De Niro salta por los aires poco después de encender el motor de un coche. Su silueta es devorada por unos créditos que ya supusieron los últimos que diseñó Bass. Aquello eran comienzos. Aquí la cadencia es enormemente pausada. Los planos frenéticos y el uso de congelados que son el sello de Scorsese aparecen, sí, pero con cuentagotas.
La película debería haberse titulado He oído que pintas casas, que es como se llama el libro en el que se basa, I Heard you paint houses. “Pintar casas” es el eufemismo que engloba la serie de recados –matar, las más de las veces- que el protagonista empieza haciendo para la Mafia y continúa realizando para Hoffa cuando éstos le recomiendan al líder sindical populista que fue todo un contrapoder en EEUU a mediados del pasado siglo.
Destellos de genialidad
Hay fragmentos del filme en el que no se cuenta absolutamente nada. Sobre todo antes de Hoffa, pero también en algún otro pasaje posterior. Incluso en los peores, la película es un placer para los sentidos. La cuidada ambientación hace que entre por los ojos. La excelente selección musical –aquí Scorsese sí ha sido fiel a sí mismo- contribuye a que también lo haga por los oídos. Se le ha reprochado volver sobre episodios de la Historia de EEUU del siglo XX ya ampliamente retratados antes en el cine. Es cierto. Aquí uno que no se cansa de ver la reacción de unos personajes ante el asesinato de Kennedy. Pero también hay un buen puñado de destellos de genialidad. Secuencias enteras que son para enmarcar. Algunas de las “pinturas de casas” deparan momentos de puro cine. Matar como oficio rutinario, y sus trucos para agilizar la tarea y disminuir riesgos. El largo “flash-back” del viaje en coche desemboca en el mejor segmento de la función. El viaje a Detroit y el automóvil del asiento trasero húmedo. “¿Qué clase de pescado?”. Hasta en el ejercicio del mal existen lealtades. Y traicionarlas dejan heridas que ya no cicatrizan. Sigue luego un largo epílogo. Es anómalo que esta clase de fórmulas funcionen. Aquí aporta muchos quilates al relato. Rara vez vemos la huella que dejan en la vejez los acontecimientos que constituyen el núcleo de una narración. Todo cobra sentido gracias a esa prolongación.
El Irlandés ya merece la pena sólo por disfrutar de su trío protagonista. Robert De Niro ha alcanzado en la madurez un grado de contención inimaginable en su juventud. Está espléndido. La secuencia de la llamada de teléfono es una cumbre de esta etapa de su carrera. Al Pacino requería echar mano de más carisma. Lo pone a raudales, sólo con el puntito justo de histrionismo. Pero el mejor de todos es Joe Pesci. El actor hace escasísimos paréntesis en un semi retiro que dura ya dos décadas. Éste es de largo el más afortunado de todos. Había un fundado temor a que volviera al personaje de Uno de los nuestros que ya fotocopió en Casino. Nada más lejos. Pesci es ahora el que maneja los hilos desde las bambalinas. (Casi) no se mancha de sangre, pero da todas las instrucciones para que los demás sí lo hagan. Todo sobriedad, frialdad y sutileza. Merece Oscar.
La era de la hipérbole vive de la polémica estéril. En el caso que nos ocupa, ésta ha venido en el silencio del personaje de una de las hijas de Sheeran, a la que da vida en su edad adulta Anna Paquin. Tiempos duros los que no respetan las decisiones creativas de los cineastas. El personaje adquiere un significado que no tendría con el más abigarrado de los parlamentos. Y Paquin sale más que airosa del reto.
No, El Irlandés no es perfecta. Sólo el tiempo dirá si se los ecos de hoy caerán pronto en el olvido o son el caldo de cultivo de un clásico. Por lo pronto, hay que ir reservando tres horas y media de nuestras vidas para contemplarla sin perder detalle. Porque obras maestras hay pocas, pero películas notables tampoco muchas más. Es posible que Scorsese, De Niro, Pacino, Pesci, Shoonmaker y los demás estén empezando a decir adiós. Y con ellos no hay hipérboles que valgan.