Si hay un depredador peligroso en la ruidosa selva de las Españas es el moralista. El superhombre que dejaría a Nietzsche a la altura de un servidor. El hombre o la mujer que se las sabe todas y a todos les debe subrayar, corregir y poner los puntos sobre las íes, aunque nadie haya pedido opinión alguna al respecto.
Es tal la hinchazón de moral que sufre el sujeto; sabe tanto sobre la materia, que no sabe hablar de otra cosa que no sean los defectos de los demás, según lo que entiende él o ella por defectos, ya que el moralismo, a punto de explotar como un grano de pus, impide discernir, precisamente, lo que cree enmendar. Por eso, un moralista cerca, es un seguro aguafiestas. No puede disfrutar de la vida porque le enerva el comportamiento de los demás, si éste no se ciñe a su medida y, por supuesto, tampoco deja disfrutar como en ese dicho popular a propósito de la coyunda o a propósito del perro del hortelano.
Además de aguafiestas, el ínclito comisario moral suele estar de miranda, tras los visillos a ver qué pasa, qué sucede, qué está mal, como si la vida hubiera sido justa y perfecta alguna vez en su idílica forma de ver sólo lo que le interesa y ahora, en cambio, todo es un desastre, todo está mal. De ahí que el moralista se haga tan amigo del purista y, a la vez, del defensor de razas limpias de pelo y paja.
En la nomenclatura asignada a este espécimen hay muchos tipos de hinchazón justiciera, pero, por hoy, nos ceñiremos al moralista del montón: el que, al juzgar en el sentido nefando del verbo, no ve personas, sino comportamientos insoportables, inconcebibles para su limitada razón. El ejemplo que más a mano puede ilustrar a un ser así es el personaje que pierde el tiempo en hacer comentarios a las noticias en la prensa. Su escándalo ante la corrupción de los otros es mayúsculo, mayestático, grandioso. Vitupera, incluso, al pobre periodista que se limita a informar del suceso; porque el moralista, antes que nada, ve costumbres, leyes, juicios, orden y concierto en sí mismo. El resto estamos perdidos, esperando la barca de Caronte.
Alguien así sólo ve errores, carencias, faltas, pecados capitales, el inminente fin del mundo y la condenación eterna para todos aquellos que no comparten su rigor y su observancia, según –repito- su limitada perspectiva. Lo que aún no he comprendido es la razón por la cual ha desarrollado una aguzada vista para el traspiés de los demás y por qué se reserva para sí la templanza, la sobriedad, la justa medida o mesura de todas las cosas.
Es todo un misterio éste del medir, calcular, mensurar, reducir la realidad al altar sacrosanto de la propia opinión y querer llevar siempre el ascua a su sardina. Y hablando de sardinas, me ha recordado esa magnífica frase de Hamlet a Horacio en la obra del dramaturgo inglés: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra que en toda tu filosofía…” ¿Por qué? Pues porque es evidente que el moralista, de un solo vistazo, destruye la libertad de su víctima para hacer lo que le venga en gana, sin tener que escuchar el pitido del árbitro.
La pena del moralista masculino o femenino es que, queriendo enmendar la plana, se pierde lo mejor. Queriendo corregir, se olvida de la persona y en la balanza de su limitada justicia pesa más la ley que el afecto; es decir, que actúa justo al contrario de la bondad de Dios, que entiende la ley y la justicia como misericordia, como caridad, como amor desbordado por su criatura. Cualquier cristiano sabe que Dios no juzga como los hombres. Y ya me voy poniendo serio, porque si ha habido una cantera de la que hayan salido más moralistas ha sido, desgraciadamente, la de los aparentes hombres de religión; esos que confunden a las gentes haciéndolas pensar que Dios es tan aguafiestas como ellos y que Dios está deseando firmar condenas al paredón para quedarse solo. Porque si hay algo que el moralista olvida cuando dispara es su condición de hijo, padre, madre o hermano del condenado. Por eso es tan obtuso como quien pone adjetivos al pensamiento o al amor. Quien piensa adecuadamente y quien es amado libremente, lo sabe.
De los moralistas religiosos, los políticos han copiado su escasa comprensión del otro, al que ven como enemigo. Apenas mantienen ya las formas en el hemiciclo; abundan las acusaciones como en una pelea entre cobardes que no se deciden a dar el primer golpe. Mantienen la distancia justa para no arañarse y se echan en cara el mismo delito por el que, tarde o temprano, estará imputado su compañero de partido. Y en esta caída piramidal de fango, nos han estropeado a todos la vida en común: la vida sencilla de quienes queremos vivir y cumplir, o no, con los preceptos que impone el moralista para estar tranquilo entre la plebe pecadora.
Para desgracia de tantos, ya no se comprende la religión como el disfrute de un regalo, sino como la sosa sumisión a unas leyes; como si uno se ennoviara o se casara o se juntara, no por amor, sino para cumplir horarios, lavar platos, barrer suelos y hacer la compra. Imagínense por un momento el desastre de tal reducción. El desastre de reducir el amor al cumplimiento riguroso de preceptos y abluciones. El desastre de cambiar la dicha de este instante que se nos concede en una galaxia perdida del Infinito, por la observancia estricta de unas reglas. No es extraño, entonces, que las iglesias estén vacías y que la política se haya convertido en un avispero que enriquece, precisamente, al sanedrín de turno, al propagandista polarizado, al vividor de escándalos, a la bestia pendiente de la vida ajena para sacar su rédito correspondiente.
Para terminar, y ya que a los moralistas les gusta tanto la justicia, deben saber que la ley suprema del hombre, siempre y en todos los casos, debe ser el amor y la constante, admirada, asombrada gratitud de ser llamados de la nada, a vivir el espectáculo que no hemos terminado de ver por completo. No nos estropeen a los salvajes los pocos o muchos días que nos queden para ver la traca final.
Cuídense de juzgar a la ligera y aprendan a amar. Nos va la convivencia en ello. Si no saben, basta con empezar a contar hasta diez, a quedarse en silencio y observar los detalles del rostro que están a punto de reducir a error. Además, darse cuenta de que uno no sabe amar, también puede ser el principio de su liberación y el final de sus acusaciones. Tal vez así, descubran la ternura de Quien nos hace hermanos de otro que levantó tal escándalo, que terminó ajusticiado; y si no es por José de Arimatea, hubiera acabado en la fosa común de otras víctimas de la cruel justicia de entonces. La de esa Roma que a tantos les fascina y que tantos tiranos han calcado. Quien tenga corazón, que bombee para el bien. Quien no lo tenga, que se conforme con su amargura, pero callado; que no moleste, que la película de la vida está muy interesante.