Elegía a Iris. John Bayley. Traducción de Fernando Borrajo. Elba editorial
Está el lector ante uno de los libros de amor más bellos de todos los tiempos. Se publicó por primera vez en The New Yorker, en el número de julio de 1998, cuando el Alzhéimer había minado uno de los cerebros más prodigiosos de la literatura y la filosofía del siglo XX. Alumna de Ludwig Wittgeinstein en Cambrigde, dublinesa de alma, mujer valiente, escritora inconformista, dotada de una memoria colosal, navega por la oscuridad de una enfermedad, la misma que sufrió su madre, que la convirtió en una niña perdida. John Bayley evoca la historia de su matrimonio y narra la entrada del Alzheimer en sus vidas.

Elegía a Iris comienza con la evocación de una escena en un río. En un día de calor sofocante, dos jóvenes, Iris Murdoch y John Bailey enfilan su coche por una circunvalación de Oxford, recorren unos kilómetros, se salen del arcén y aparcan en la hierba. Atraviesan un seto, se quitan la ropa y se meten en el río, «como si fuésemos ratas de agua». Hacia el final del libro, Bayley, escritor también, afirma su creencia de que lo único que consigue atrapar la realidad es la memoria, y en el texto se entrega a una ceremonia de recuerdos que comienza por el río.
El río tiene una gran relevancia en la vida de la pareja Murdoch-Bailey, y al río le deben algunas de las anécdotas más felices y divertidas de su vida. Como cuando en Italia se bañan en el Tanaro, un afluente del Ticino, evocando las gestas de Aníbal en su expedición de la segunda guerra púnica. Se bañan desnudos porque no hay nadie. pero minutos después la orilla está llena de niños y adultos, alborotados por ver a una pareja bañarse en el río completamente desnudos.
Iris es la joven de la que Bayley se enamora cuando la ve pasar montada en una bicicleta junto a la ventana de su habitación en un college de Oxford. Es la joven que le lleva a un almuerzo al que le ha invitado Maurice Charlton, un médico que había abandonado la medicina para dedicarse a las lenguas clásicas. Lleva a Bayley a pesar de tener la certeza de que Charlton está enamorada de ella, y quizá, como sospecha Bayley, el almuerzo, exquisitamente preparado por el pretendiente, es un pretexto para seducirla. El autor confiesa, con algunos detalles de momentos y personas, que Iris Murdoch mantenía a la vez varios amantes, algunos de ellos profesores, casados, a los que entregaba su compañía con el estricto criterio de la admiración por su talla intelectual.
Bayley reflexiona sobre el matrimonio, sobre su matrimonio con Murdoch: «así comenzó nuestra vida de casados. Y los placeres de la soledad. No era una contradicción. Ambas cosas encajaban perfectamente. Sentirse querido, valorado y acompañado, y al mismo tiempo estar solo. Estar físicamente entrelazados y al mismo tiempo sentir la agradable presencia de la soledad, tan cálida y confortadora como la propia contigüidad». Bailey entra todas las habitaciones de la pareja. El sexo se convirtió en una de las religiones de los años sesenta y setenta, justo después de la publicación de El amante de lady Chatterley, el año en el que el poeta Philip Larkin dice que «comenzaron las relaciones sexuales». Los hábitos conyugales de los Bayley-Murdoch «eran siempre tranquilos y no se veían perturbados por consideraciones tales como «más» o «mejor». «No esperábamos que el sexo ni el matrimonio nos condujesen a ninguna parte: nos gustaban tal como eran».
Bayley es un maestro a la hora de evitar, de eludir el morbo. Muchos detalles deben ser leídos entre líneas, o con extremo cuidado. No cita el nombre de un escritor de estirada soberbia al que apoda el Dichter, autor de Auto de fe, con lo cual el lector que conozca la obra sabrá que se trata de Elias Canetti. Al lector siempre le quedará la duda de lo que Bayley calla u oculta, de los episodios que deja en el olvido, de los ajustes de cuentas que desliza, como cuando reconoce ser el autor de algunas de las reseñas de crítica de libros firmadas por Iris Murdoch. Lo cierto es que el resultado, de inicio a fin, es una bellisima elegía, un libro de amor, escrito con una elegancia magistral y excelentemente traducido por Borrajo para mantener el tono del texto original.