Se ha escrito tanto sobre Estambul que ya solo nos queda perdernos en sus calles, acariciar a sus gatos, sentarnos en las plazas al caer la tarde, contemplar una vez más el amanecer o el ocaso en las orillas del cuerno de oro. Europa y Asia rozan sus siglos de guerra y cultura en este rincón. La fricción se siente en cada esquina, en cada barco que atraviesa el Bósforo. ¿Cómo escribir sobre Constantinopla si todo está ya dicho? Es el lamento de un viajero del siglo XIX, en esta ciudad por la que ha pasado todo curioso del mundo, todo flâneur que haya pisado la tierra. No hay muchas ciudades con las capas de historia que tiene Estambul: griegos, romanos, otomanos, judíos, el islam, el cristianismo.
Antes de la visita quizá uno debe leer La caída de Constantinopla de Runciman, y Las mil y una noches en cualquiera de las versiones reducidas que existen por ahí y también, por qué no, en la versión integral ilustrada que hizo hace años Círculo de Lectores. También les sugiero el Estambul otomano de Juan Goytisolo, que quedó marcado por su pasión turca, y sus amores con uno de los más célebres luchadores contemporáneos, esos que visten con un calzón de cuero negro y se untan el cuerpo con aceite antes del combate. Y por supuesto visiten los libros de Orhan Pamuk, en especial su monumental Estambul, en la edición de tapa dura, esa que viene con cientos de fotografías de la ciudad.
Se despierta en Estambul para dejarse llevar por la corriente humana que baja hacia las orillas del Bósforo, o la que nos transporta hasta el Gran Bazar. Se come en los restaurantes de las calles cubiertas con lonas en el barrio comercial, muy cerca del muelle. Y se busca en la tarde el rincón de Eyup, donde el cuerno de oro es más estrecho, para subir hasta el café de Pierre Loti, otro de los escritores célebres que pasaron por Estambul, esteta, vividor, erotómano. La tarde en esa atalaya que es hoy un café al aire libre repleto de familias numerosas y ruidosas, las aguas convertidas en metal, es una imagen de recuerdo permanente.
Tristeza y gatos
En la mezquita de Eyup, dice la leyenda, está enterrado Ayub Al Ansari, portaestandarte del profeta Mahoma, que cayó herido de muerte en el asalto a Constantinopla en el año 670. Por eso el cementerio que rodea el templo está repleto de tumbas, de los fieles que buscan el amparo de la mano derecha de Mohammed. Tumbas y gatos, y ancianos que acarician a los felinos. En este rincón vienen a la memoria otras ciudades de tristeza y gatos: Roma y Lisboa.
La tarde es larga, y los que deambulan por la ciudad descansan en las plazas, junto a la Mezquita Azul, frente a Santa Sofía. Al caer la noche, cerca de esta plaza, hay un restaurante donde sirven kebab y bailan los derviches sus danzas giróvagas en busca de un centro que conecta la tierra con el cielo. Los derviches forman una secta mística sufí dentro del islam. Son un grupo perseguido en países donde el islam es rigorista y sectario, pero en Turquía han hecho de sus danzas un atractivo para el turismo.
En las calles se cruzan las mujeres cubiertas con abayas junto a la publicidad de las telefónicas, con señoras pintadas a la occidental, felices de usar el WhatsApp y el Twitter. Reserve una mañana para el palacio de Topkapi, un palacio envuelto por un jardín, y aunque tenga aversión a los museos, entre el arqueológico. Quizá es el lugar menos poblado de Estambul. Estará solo, y entenderá con un paseo la historia de la ciudad.