jueves, marzo 28, 2024

Herni Focillon y sus Cartas desde Italia

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Cartas desde Italia. Henri Focillon. Edición de Lucie Marignac. Traducción de José Ramón Monreal. Elba editorial

Focillon fue uno de los grandes historiadores del arte, pero ante todo, como demuestran estas cartas y los anexos que las acompañan, fue un gran escritor, un hombre que nos enseña a mirar. Con veinticinco años cruza los Alpes para iniciar una larga sesión de educación en el arte clásico, que le llevará Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Pompeya, Venecia. Por su nacimiento, Focillon estaba destinado a continuar los pasos de su padre, grabador. Pero una miopía colosal le impide el oficio. Becado en Francia, viaja a Italia para pasar seis meses alojado en Palazzo Farnese, en Roma, sede de la École Française. Aquí se vuelve a cruzar con Jerôme Carcopino, el gran historiador de la Roma imperial, autor de la fascinante Vida cotidiana en Roma. Carcopino y Focillon habían sido alumnos del liceo Henri IV. Sus paseos por Roma son excursiones en las que descifran juntos los restos arqueológicos que encuentran entre las ruinas, o en la campiña romana.

Focillon escribe sus cartas a unos padres a los que ha dejado atrás, y que confían en que el viaje sea la gran escuela de un joven historiador que ya había educado el gusto y la forma de mirar en Francia. El joven becado busca en Italia el conocimiento de Giovanni Battista Piranesi (1720-1778). Piranesi es el gran grabador del XVIII, un artista dedicado al aguafuerte, a lase escenas de las ruinas de la Roma antigua, a las estampas de Venecia, «solo Rembrandt es comparable», escribe Focillon en su tesis doctoral. Piranesi es el «mago de las ruinas», el artista que creó el mito romántico de Roma.

Las cartas son el relato de los progresos en los objetivos que se ha marcado Focillon en el viaje. Abundan las descripciones de ciudades y paisajes de un joven ávido de mirar, ansioso, entusiasta, que evoluciona con el paso del tiempo, con la experiencia. Entra en Italia henchido de felicidad. Llega a Milán y contempla la catedral: «este gótico es singular y hermoso. Se diría una flor transplantada de golpe a un suelo rico y que da mil retoños de un lujo y de una fantasía increíbles».

Pero unos años después, en 1923, su visión del mismo Duomo se ha amargado hasta la náusea: «Milán no nos ha retenido más que algunas horas, con sus rincones a lo faubourg Montmartre y su infecta catedral de azúcar mugriento, decorada con una escultura de limpialetrinas snobs». Y una carta más adelante encontramos a un Focillon que añora aquel entusiasmo juvenil, cuando echa de menos la «alegría de antaño, cuando bajaba de cuatro en cuatro la escalera colosal para reunirme con mis amigos en alguna trattoria muy oscura».

Las pequeñas ciudades perdidas

Destella en las cartas un gran escritor, por mucho que estos sean textos menores. Hay páginas en las que la joya brilla deslumbrante, a veces por su capacidad de retratar una ciudad en dos frases: «Roma es siempre vasta, severa y monumental, brillante de blancor en ciertas fachadas, y en otras, toda renegrida de siglos, toda dorada de luz«. Focillon anota con precisión la luz de una tarde, y cree haber visto la misma vibración de color en alguno de los grandes maestros.

No hace caso de los guías: «ayer, solitario y disgustado, tomé el vapor y me fui a Chioggia. Es la pequeña ciudad que hay en el extremo de las lagunas, donde el guía afirma que no hay nada que ver. Eso me tentó». Y descubre un lugar que le evoca la «inmensa poesía del hastío». Y anota con sabiduría esta reflexión: «pienso que al lado de todas las grandes ciudades de arte y de historia, existe una pequeña ciudad perdida que es su hermana menor, no hollada por el extranjero, sino intacta y rica de sensaciones».

Nápoles conmociona a Focillon: «aún estoy roto por la violencia de lo que he visto. Nápoles es una especie de cortesana impúdica que embriaga y agota a los paseantes». Venecia es una ciudad «de nubes, de cristal y de agua», en la que se siente en el Oriente de los cuentos. y de modo continuo, la referencia a Piranesi, ese objeto permanente de deseo: «comprendo a Piranesi, y ese lirismo de la cosa destruida que él puso en el corazón de sus contemporáneos y que preparó el Romanticismo. Desgastada, destrozada, incendiada, luego invadida por brotes parasitarios y por musgos, negros y verdes, en la sombra, leonada a la luz, la piedra es un espléndido material que nadie ha expresado como él».

Las cartas son, en efecto, la huella del nacimiento de un historiador del arte, pero sobre todo constituyen la manifestación de un gran escritor, un gran epistológrafo, dueño de una prosa precisa, colorista, poética, que encontrar en el detalle la revelación de lo exquisito que reside siempre en el arte.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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