Hijos de la bonanza, la poesía de la quiebra de Rocío Acebal

XXXV PREMIO DE POESÍA HIPERIÓN

Fue en marzo cuando el jurado del Premio Hiperión concedió el premio por unanimidad a este poemario titulado Hijos de la bonanza, de la asturiana Rocío Acebal. El jurado asegura que se reunieron «modestamente conectados a través de internet y por teléfono». La pandemia ya reinaba en nuestras vidas, con su dictadura del miedo, el estado de alarma, y la promesa de que las quiebras del pasado iban a ser un juego de niños comparadas con esta nueva, imprevista, mundial, y letal para tantas personas. Así que hemos leído el libro de Acebal en un contexto nuevo. Hijos de la bonanza somos hoy todos, porque toda situación anterior se nos presenta como bonancible.

Una aversión a la patria

Así que el poemario parte de una pérdida, pérdida material: la bonanza. No hay en el título una actitud, como en aquel aldabonazo que fue Hijos de la ira de Dámaso Alonso (1944) sino una acotación circunstancial como fundadora de una generación decepcionada, deprimida. La promesa incumplida aparece en Hijos de la bonanza en el primer tercio: «conseguirás -dijeron- mucho más que tus padres y sus padres: estudia cuatro años y tendrás un trabajo, trabaja y vivirás siempre tranquila; trabaja y serás digna de un futuro. Asentí, como todos -hijos de la bonanza-. No atendimos a aquel presentimiento, aquel olor a pólvora – aún distante- que asomaba en voz baja como un eco de angustia a las puertas de palacio» De aquel país, dice Acebal, «solo guardo el recuerdo de la luz y una aversión a la palabra patria»

Hijos de la bonanza
Hijos de la bonanza

A la autora solo le quedan las palabras como una riqueza, como la última razón existencial: «no tengo nada más: la inútil vocación de pensar y explicar lo que he pensado». Hay en este libro una voz política constante, un latido de emociones políticas de rebeldía, con su carga de verdad y de ingenuidad desvergonzada: «la heroicidad es patria de los jóvenes. La estupidez también. Nuestra revolución: estupidez con buenas intenciones»

Poesía civil

La voz de Acebal tiene ecos de Antonio Machado ( «mi infancia son recuerdos de un piso a las afueras») o de Gil de Biedma («yo nací – comprendedme- en tiempo de internet y construcciones. En la televisión contaban el milagro: un nuevo mundo unido por la red, una Europa inclusiva y una paz – neoliberal- perpetua»). También de Ángel González. Su voz desemboca a menudo en el pesimismo: «¿qué haremos cuando todo termine en el desastre – como siempre-?») Acebal dibuja un nosotros femenino, el de una generación que ha tenido más oportunidades que ninguna, pero que siente que le han robado el futuro: «sabemos tres idiomas, hemos hecho un Erasmus en Francia y unas prácticas de verano en Finlandia; hablamos de la clase en nuestras clases de Historia o de Derecho, vamos de cuando en cuando a alguna mani y arreglamos el mundo cargando con botellas de cristal»

Es una voz cansada: «ya no quiero viajar, ya solo aspiro a una patria, a un hogar, a un sitio donde alguien me lleve en brazos a la cama cuando me duerma tarde en el sofá». Y también escéptica: «tú estabas por la causa, pero ahora la cosa se está yendo de las manos y todo es victimismo, caos, consignas y – por qué no decirlo- una gota de mala educación». Una voz que cuestiona la maternidad («no quiero tener hijas»), que afirma su vocación de retirada («renuncio de por vida a todo lo que nunca me entregasteis»)

El amor y otras regiones

El libro recorre en su segunda parte otras regiones, como el mundillo literario («Lo que el poeta quiere») que contempla con ironía en «Proceso literario», donde enumera todas las obligaciones sociales de un poeta que busca notoriedad para terminar con este verso: «¿Escribir un poema? Esa es la parte fácil».

Y en el último tercio entra en los predios del amor, también con nostalgia de las promesas, con la decepción de lo que han sido: «no me importa el hombre que eres hoy, sino el que fuiste hace casi diez años, una noche, cuando nosotros no éramos nosotros» Y siempre la sátira, la verdad desnuda, y el escupitajo de sinceridad, como en «El error»: «Borracha y despeinada, con el sujetador al aire y el labial corrido, escupí en el lavabo la saliva del beso que nunca debí darte».

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