Escritos sobre el arte. Jean-Auguste Dominique Ingres. Prólogo de Adrien Goetz. Traducción y notas de José Ramón Monreal. Editorial Elba
Jean-Auguste-Dominique Ingres (Montauban, 1780 – París, 1867) heredero en el arte de su mentor, Jacques-Louis David, se convirtió en su tiempo en el exponente máximo del arte neoclásico. Pero en el sendito escricto, su pintura escapa al adjetivo puro de académica. La distorsión espacial con la que componía los retratos o los desnudos anticipa los experimentos formales del modernismo. No dejó discípulos que siguieran su estela. Fueron Picasso y Matisse los que le señalaron como uno de los grandes del siglo XIX. Goetz se pregunta en el prólogo a esta obra si Ingres llegó a escribir algo, y afirma en su primera línea que el pintor no escribió nada pensando en la posteridad. Pero diez cuadernos con notas y consideraciones, reflexiones sobre el arte clásico y la pintura de su tiempo. Las notas reunidas en este tomo testimonian su voluntad pedagógica, y permiten captar su tono, a veces imperioso, otras emotivo y conmovedor.
En sus últimos años, Ingres anota en sus cuadernos la satisfacción de ver de nuevo sus obras. Se siente «coronado por su propia aprobación» al contemplar esas «hijas de mi alma que me han costado tantos cuidados, tanta tierna y valiente solicitud». No dejará de ser un carácter imperioso, francés, hasta el final. En 1864, tres años antes de morir, responde a los «pequeños galos de hoy», de los que dice que socavan el arte en su pequeño orgullo y en el «desorden de sus mezquinas ideas»: «que me encuentren singular, intolerante, raro: como mis gustos elevados forman parte de una religió, como puedo dar razón de lo elevado de cuanto mamo, de cuanto adoro, ha de resultar compensible, por no hablar de la necesidad de mis nervios, de dónde vienen mis supuestas rarezas y por qué soy intolerante».
Las páginas que escribe en su vejez están llenas de réplicas, de la seguridad amargada de un anciano cascarrabias que ya no se quiere mover de su casa, donde vive rodeado de sus obras de arte, «mis pequeños dioses». Maldice de Francia, «Italia también apesta», es marginado de las comisiones de arte, y ya solo aspira a vivir en la contemplación frecuente de las obras maestras, «como un perezoso industrioso». Es el Ingres que percibe que su religión ha perdido prestigio, que el mundo busca en otra parte, no en su «divino Rafael», no ya en la búsqueda constante y exclusiva de la bellaza. Profesa una religión que adora lo bello: «el arte debe mostrarnos solo lo bello, y nada más que lo bello» Y lo bello es lo clásico, algo que hay que «estudiar de rodillas».
Repletos de lecciones de pintura, en sus Cuadernos Ingres se dirige a los artistas, a los que recomienda mostrar en sus cuadros su propia naturaleza, interpretando lo que tienen delante. Hay que apartar el modelo para poner en él el estilo propio del pintor: «para pintar a Aquiles, el más bello de los hombres, aunque no contéis más que con un patán, tiene que serviros, os servirá..:» La pintura como un ejercicio espiritual, como una oración. La pintura, con Ingres, ya no es solo una mímesis: el pintor crea su mundo, la naturaleza ya no tiene que ver con la realidad, y lleva al artista a la exageración de los trazos, a la aplicación de aquellas ópticas que provocaron críticas de unos y admiración en Baudelaire, o la adjesión a ese credo de un Degas. El artista como profeta de lo bello. Este pequeño tomo permite redescubrir a Ingres, y que su voz, como señala Goetz, nos siga hablando en este siglo.