‘La balada de Cable Hogue’, la película de Sam Peckinpah de 1970, es una de las mejores de su director y uno de los más logrados «westerns crepusculares». Porque crepuscular es su personaje, sus paisajes, el desierto, el sol, y las vidas de los que intervienen en este perdido trozo de tierra, situada en algún punto del viejo Oeste dónde las diligencias pasan y los caballos necesitan beber.
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Personaje entrañable al que terminas admirando y recordando
El film de Peckinpah es de esos que a uno le gusta volver a ver y cuyo personaje principal se te queda en la memoria. Porque todos somos un poco como Cable, a medio camino entre el pasado y el futuro que se vislumbra, tratando de adaptarnos al desierto en que la existencia se convierte muchas veces, o a las nuevas invenciones del ser humano, que pueden hacernos la vida más fácil o complicárnosla a muerte.
Triste, amarga, rabiosamente alegre por momentos, melancólica, La balada de Cable Hogue se te pega, y me refiero también a la música. ¡Hasta el trotamundos de Hogue y su amada prostituta terminan cantando a dúo!; es la alegría de encontrar el amor dónde y cuándo menos lo esperas. La música es cosa de Jerry Goldsmith
Simbólica también, la que muchos dicen que es la mejor en la filmografía de Sam Peckinpah, en ‘La balada de Cable Hogue’ nos encontramos con un personaje que le exige al mismo Dios que le dé de beber, que «lleva ya cuatro días sin agua que llevarse a la boca» y directamente le culpa de su suerte. Tampoco es tan descabellado, claro, si pensamos que Cable ha sido abandonado en un desierto por sus «estupendos amigos». A pesar de todo, él nunca pierde la fe.
El agua aparece como un milagro y ese perdedor que es Cable Hogue despierta de un letargo de años de vida perdiendo en los negocios, en los amigos, y se supone que en casi todo, por su pobre indumentaria y su sucias ropas, que su amiga Hildy le informa más tarde que apestan de tal forma que hasta los perros huyen de él.
El agua es riqueza
El agua en un terreno desértico por el que hay tránsito es riqueza. Eso lo ve Hogue a las primeras de cambio. Tras conseguir el título y el préstamo que le hace propietario de apenas unos acres en el pueblo, también consigue conocer a Hildy, que se convierte en su amada, en su amante, casi en su señora. Los mejores momentos, y los peores, los vive con ella. Son dos personajes perdedores, de los que le gustan al director, que se hacen ganadores cuando están juntos.
Pero su romance se convierte casi en épico, hay algo heroico en los dos amantes cuando se aman. Cable deja de ser el truhan, el vagabundo que llega causando un pequeño alboroto en la ciudad y Hildy deja de ser la prostituta, para vivir en el desierto con el único hombre que la trata como a una señorita. ¿No me digáis que no es una bonita historia?
Qué pena que ella solo quiera ir a San Francisco para conseguir una fortuna y que pena que a él solo le sirva la venganza: matar a sus dos amigos que le dejaron tirado en pleno desierto.
Los secundarios, como el reverendo Joshua, imprescindibles
David Warner, feo y desgarbado, alto y delgado, hace un papelón como el predicador Joshua en ‘La balada de Cable Hogue’. Cualquiera desconfiaría de él al verlo aparecer enfrente, pero Cable no, o al menos, no inmediatamente. Le exige sus correspondientes 10 peniques por su agua, pero después le defiende del marido de la señorita del pueblo y dice que la yegua blanca que está en su propiedad es suya y se llama Alejandro. Buena mentira. Pero eso se hace por un amigo. Así es nuestro querido Sr. Hogue.
También hace amistad enseguida con los conductores de la diligencia, extraordinarios secundarios y extraordinarios vaqueros, que comparten amablemente su whisky con un desconocido
Y también imprescindibles en La Balada… son los «amigos» de Cable, los que le dejan tirado y los que vuelven después con la intención de aprovecharse de su nueva riqueza
Paradójico final cuando se toca la gloria
No podía ser de otra manera en una cinta como ésta. Pese a tocar la gloria, pese a sus acres en el desierto, con agua, pese al paso de la diligencia, el futuro llega. Y llegan los automóviles con sus modernos ocupantes. Los coches ya no necesitan agua, necesitan gasolina. Y además es bueno dejarlos frenados, es bueno que no se muevan solos.
Si bien Hildy quiere ir esta vez a Nueva Orleans y quiere ir con Hogue, es la tecnología lo que se interpone en su felicidad. Y, además, si el final fuera diferente, ésta ya no sería una mítica película del antiguo Oeste, ni a las películas de Sam Peckinpah se las denominaría westerns crepusculares.
Por cierto, Cable Hogue es Jason Robards y Hildy Stella Stevens. Casi no lo digo
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