En mi barrio reinaba el Antoñanzas, un gañán al que la naturaleza dotó de una voz grave y ronca desde la pubertad. Le adornaba un matojo de pelos en el pecho en el que se le enredaban cadenas de oro, y que exhibía, la pelambrera, con vulgar ordinariez. Era bizco y de corazón noble, pero en su cuerpo mandaba la testosterona y otras hormonas que lo manejaban con física elemental.
El habla era el terreno en el que la química de su cuerpo se expresaba con soltura. Tenía la capacidad de elegir las palabras más obscenas, y componía las frases con rapidez deslumbrante. Las expresaba en un grito que aspiraba a la elegancia del madrigal, pero se quedaba en tosca barbaridad.
En su brusco alarido habitaba escondida la poesía, un poco al modo de Catulo, al que nunca tuvo el gusto de conocer. Y así una tarde de sábado, al pasar frente a un colegio de monjas donde las muchachas se acercaban para su catequesis semanal, desde la otra acera bramó al paso de Pili Carvajal: “te voy a dar un beso en los morros que se te van a caer las bragas al asfalto”. La Carvajal ni se inmutó. Siguió indiferente con su paso de gacela y se perdió en la entrada del colegio, presidido por la efigie de santa Catalina Labouré. La portera del 25 se hizo cruces y siguió a lo suyo.
Las cosas de Antoñanzas no se mencionaban en casa, porque en el ámbito familiar toda palabra obscena era seguida de un bofetón de madre o de padre, a veces de los dos, uno por cada lado. De la educación elemental del habla se ocupaban las familias, y nadie dejaba que en su casa se metiera en esos menesteres persona ajena al círculo más íntimo. Un exabrupto, un madrigal obsceno y cargado de faltas de respeto nunca habría sido asunto de la fiscalía, sino de un ajuste de cuentas doméstico. A la testosterona se la gobernaba con criterio. Aprendimos pronto que era más eficaz una sutil persuasión que una grosera invitación a la pocilga.
Los sucesos del colegio mayor Elias Ahuja han despertado una ceremonia de catarsis histérica. Lo que no es más que una gamberrada masiva de jóvenes engorilados en plena berrea otoñal se ha convertido en un lavadero en el que cada cual ha expiado sus culpas con el chivo expiatorio de ese muchacho expulsado al que se quiere privar de su vida civil. Pregunto con ingenuidad, ¿si se ha expulsado a uno por la berrea, por qué no hacerlo con todos?
En la lista de los que friegan su ropa interior está Echenique, ese que cantaba la jota maña de la “minga dominga”. Dice Federico Jiménez Losantos que la jota la crearon estudiantes navarros en Zaragoza. El Antoñanzas la habría celebrado, pero no pasó de quinto de bachillerato, así que no lleva su firma. Ese origen, Federico, no está bien investigado.
Entre los fregones está también Rita, la que se quitaba el jersey para enseñar sus pechos recientes en la capilla de la Complutense, al grito de aquello del Papa que no nos deja comernos las almejas. Antoñanzas habría formado parte de aquella manifestación, pero para demostrar que todo se puede comer, con permiso o no del Pontífice Máximo. También ha lavado calzones Ábalos, José Luis, ese hombre que nació con un palillo en la boca y una química cerebral inagotable para el apareamiento. No hemos sabido nada de Iglesias Turrión, macho de berreas que invitaba a las becarias a uno rápido en los baños.
Hemos tenido incluso el placer de leer lecciones de moral pública de Pedro José Ramírez, del que tenemos ejemplos de sus filias y sus fobias que nos habría venido muy bien no conocer. En un aniversario de la Universidad de Navarra dijo allí que «para ser buen periodista hay que ser buena persona». No temblaron los cimientos de la casa. Prueba de que se mantendrá por los siglos. Y hasta Zapatero, entre negocio y sablazo a la dictadura de Caracas, ha tenido tiempo de esbozar un curso rápido de ética. Menos mal que a todos ellos les dispara el filósofo francotirador Quintana Paz, que lleva unos días de euforia intelectual con tanto cretino moralista. Entre otros los prebostes populares, que tienen la costumbre de sumarse a todo lo que avente la izquierda por el miedo de que les acusen de machistas. Feijóo con prisa, y Almeida supongo para que se olvide su soflama para perseguir a los «rusos bastardos» y sacar de las playas españolas a los ucranianos para enviarlos al frente.
El sábado llamó Antoñanzas por teléfono. Vive retirado del madrigal público. No ha perdido el verbo ni ha asumido el temor del piropo grueso. Pero ahora lo ensaya en la intimidad. Estaba descosido de risa por tanto escándalo falso, desnortado por el papel en todo esto la fiscalía. “Nací antes de tiempo”, me dijo. “Si un fiscal se hubiera ocupado de mis piropos sería famoso, quizá rico, y objeto de atención de la televisión”. Terminamos recordando aquello del beso y las bragas. Y con nostalgia me confesó: “a la Pili Carvajal se lo comí todo. Ella misma me lo pidió»