La edad de las nueces. Los niños en el Imperio Romano. José María Sánchez Galera. Prólogo de Gregorio Luri. Editorial Encuentro.
En el prólogo a La edad de las nueces, Gregorio Luri comienza por confesar que al leer el libro ha tenido la impresión de que la vida de los niños de la Roma clásica se parecía mucho a la suya. Una proximidad biográfica. Esas similitudes, que salvan muchas distancias, llegan hasta los nacidos en la era digital. La niñez de los analógicos era un tiempo que se vivía en la calle, entre juegos que tenían mucho de imaginación y poco de tecnología. De ahí que Luri recuerde a Horacio: «¿De qué ríes? Si cambias los nombres de los niños, esta historia habla de tu infancia».
La infancia como permanencia
Es obvio que son muchas las diferencias entre los niños que pueblan La edad de las nueces, y los de ahora, o los de mitades del siglo XX. Pero Luri, en el prólogo, destaca las permanencias, esos «universales» que se mantienen a lo largo del tiempo, y que conforman lo que llamaríamos la naturaleza humana, por mucho que otros se empeñen en decir, o en decidir, que todo lo humano es una construcción social. Esos universales hacen que estemos muy cerca del Marcial que llora la muerte de una joven esclava, o del Cicerón que hurga en dolores similares, aunque se siente turbado, porque entre las élites romanas la actitud ante la muerte de un hijo era displicente.
No hay detalle de la vida infantil en la Roma clásica que no esté contemplado, analizado, con minucioso rigor en La edad de las nueces. Desde los juegos a la escuela, el trabajo infantil, la pederastia, las relaciones familiares, el desarrollo sexual o los castigos escolares y las formas de enseñar de los maestros. No se trata de un libro de divulgación y entretenimiento sino de un estudio profundo. Abarca siglos, y por tanto tiene que dar cuenta de la evolución de la mentalidad y de las costumbres de la época.
Vientres de alquiler
Roma inventa el vientre de alquiler. No se trata de una creación moderna. Tiene siglos. Los romanos no solo lo inventaron para los matrimonios que no podían tener hijos, sino para que el trabajo, las tareas de procreación recayeran en las esclavas. El trabajo manual tenía poco prestigio, y había mujeres de las élites que preferían mantenerse lozanas y dejar ese cometido a las esclavas. Los hijos, luego, podían ser adoptados por los maridos.
En Roma, la voluntad del pater familia estaba por encima de todo. Uno era hijo de una familia porque lo determinaba el pater, no por la relación biológica. Uno podía sondear entre familias y adoptar a uno de los hijos de una forma legal. Como explica José María Sánchez Galera en la entrevista, los romanos de la élite tenían un gran interés en no dividir su herencia, para no rebajar su asignación a la clase alta. El hijo único era una política general entre los adinerados. El libro de Sánchez Galera es obra fascinante, no solo para los apasionados por la Roma clásica sino para cualquier persona interesada en saber de dónde venimos, y en cómo se conformó el mundo actual: una herencia clásica a la que dio forma y nuevo sentido el cristianismo.
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