martes, marzo 19, 2024

‘La España que tanto quisimos’, o el lamento razonado del desarraigo

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La España que tanto quisimos. Cuando y por qué se quebró el sentimiento de arraigo de los españoles. Víctor Gómez Pin. Arpa Editores

La España que tanto quisimos, es por momentos un ajuste de cuentas, a ratos una exploración sobre las capas de la identidad española, en largos pasajes una reflexión sobre la quiebra del desarraigo, y en ciertos capítulos un lamento por la pérdida de un ámbito civilizado de convivencia entre españoles. Al final del libro, en un post scriptum en el que rememora un viaje en autostop (¿recuerdan cuando se viajaba en autostop) desde París a la España interior, la del franquismo, el autor se detiene en Ronda. Y allí, en una mañana de domingo en la que asiste al espectáculo del jocoso jolgorio de un bar lleno de una abigarrada mezcla de personas, experimenta «con toda agudeza lo vacuo que es en ocasiones la diferencia entre personas que solo poseen la riqueza esencial del lenguaje y personas que se separan jerárquicamente del conjunto por el hecho de haber acumulado alimento cultural y referencias eruditas. Y así, el recuerdo de aquella mañana de domingo -el bullicio festivo en un modesto local- perduraría en mí como emblema de un código de valores que ha de servir para recrear una civilización que responda cabalmente a ese nombre».

La España que tanto quisimos

En La España que tanto quisimos, Gómez Pin se remonta a sus años de Paris, cuando la izquierda (donde sitúa esa subjetividad de la que advierte en el prólogo) acariciaba la idea de una España civilizada, convivencial, recompuesta, que asumiera con naturalidad el complejo de identidades que hizo fracasar siempre el estado centralista (al modo francés). Es más, una España que asumiera como patrimonio propio todas las lenguas que se hablan en su territorio.

Frente a quienes piensan que esa España nunca existió, Gómez Pin argumenta que ese vínculo fue alimentado en los años sesenta y setenta del pasado siglo por emigrantes que sufrían la herida del desarraigo y la explotación. Es curioso cómo esa España fue una construcción cultural de gentes que sufrieron el exilio, también de gentes que viajaban en condiciones precarias. La España de hoy, en la que los españoles nacen viven y mueren en el mismo territorio, por mucho que se muevan como turistas por el planeta, es la que padece, en algunos territorios, en algunas comunidades, el mal del desarraigo, o el escozor de un sentimiento despectivo hacia todo lo que encierre el nombre de España.

En La España que tanto quisimos Gómez Pin se centra en algunas cuestiones como la guerra de lenguas, el pensamiento español y la intolerancia como rasgo de nuestra vida pública, los toros, las identidades patrióticas que se sienten con fuerza en el País vasco, en Cataluña, o en la relegada Galicia. Es justo reconocer que tirios y troyanos se han equivocado en la gestión de las lenguas españolas. Nunca hemos sabido hacer un uso inteligente y civilizado de las lenguas. Los unos porque han convertido la lengua, vasca o catalana, en un arma arrojadiza para diferenciar y discriminar, para construir sobre ella una identidad política segregadora. Los otros porque nunca dieron valor al vascuence o al catalán, y los despreciaron como expresión de aldea remota sin valor cultural.

Otros intentaron una vía de encuentro. Lorca escribió poemas en gallego; Aresti trataba con los gallegos emigrantes. En los colegios en los que estudié en Barcelona y en Gerona, en los últimos años del franquismo, castellanos y navarros aprendimos catalán, nos enseñaron a amar la lengua. No sirvió para que los catalanes nos permitieran una integración más cómoda. Pero eso es lo de menos. El patrimonio de las lenguas murió cuando se convirtieron en un patrimonio exclusivamente político.

No siempre ha sido así. Hacer de la lengua un patrimonio político no es solo un error de los que defienden una España unitaria, y en esto Gómez Pin no hace justicia a la hora de cargar responsabilidades. Como patina su corazón se compadece del sentimiento dislocado de quienes no se sienten españoles: «quiero subrayar el sentimiento de frustración que puede embargar a los catalanes no identificados con una España que (con mayor o menor razón) perciben como ajena, personas que cuando hablan en castellano se sienten inseguras, que en esencia perciben su identidad cultural española como un artificioso solapamiento, y ven pasar los años, las décadas y cíclicos momentos de conflicto, sin conseguir deshacerse de lo que viven como una identidad superpuesta o que en ocasiones se han sentido forzados a impostar como su fuera la propia».

Uno lee este párrafo y tiene que frotarse los ojos. ¿Qué hay de los sentimientos de quienes por sentirse españoles viven en Cataluña en una situación de prudente ocultamiento? ¿Qué nos cuenta el autor sobre el desprecio de lo español, que fue siempre el estilo del nacionalismo vasco y en los últimos años ha sido el del nacionalismo catalán? Asegura que la única forma de llegar a un acuerdo pasa por el reconocimiento por parte de España «de la alteridad de una parte de la población de Cataluña».

Reconocida está. Otra cosa es que se atribuya el derecho, esa parte, de imponer al resto de los catalanes la ruptura con una España a la que solo la izquierda y el nacionalismo han negado la capacidad de integrar a todos, piensen lo que piensen, como una nación de libres e iguales. Sorprende que cuando Gómez Pin habla de desprecio, se refiera solo a quienes apartan de un manotazo todo lo vasco y catalán, y no a quienes lo practican desde hace un siglo, al menos en el País Vasco, ya sea en proclamas independentistas o con las pistolas.

El caso es que sí, se han quebrado hasta los ritos en los que los españoles nos encontrábamos como en ese bar de Ronda. Los toros, a los que el autor dedica un capítulo brillante de La España que tanto quisimos, es el rito quebrado, descartado como punto de encuentro sin jerarquías. Conviene repasarlo. Porque analiza con rigor las razones de los contrarios a la fiesta, y articula una argumentación antropológica y cultural que la defiende. El capítulo no gustará ni a los unos ni a los otros. En el rechazo, Gómez Pin ve una diana a la que disparan los que no están satisfechos con los resultados de nuestra humanidad. Y advierte del abismo al que se enfrenta la fiesta si es defendida solo por Vox. Lo cierto es que la izquierda abandonó ese campo, como tantos otros de la significación de España, a la que hoy consideran una «cutre pachanga fachosa».

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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