La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos. Margaret MacMillan. Traducción de Lucía Martínez. Colección Turner Noema. Editorial Turner
Margaret MacMillan es ya entre nosotros una vieja maestra. Tómense el adjetivo como lo que es: un reconocimiento a un magisterio de largo recorrido, a una de esas grandes figuras del pensamiento que son capaces de hacer las grandes síntesis sin despreciar el descenso al detalle. Sus lectores tienen siempre muy presentes sus obras. Entre ellas, Las personas de la historia o The War that Ended Peace, una mirada nueva y luminosa sobre las actitudes que condujeron a Europa a la primera Guerra Mundial. Los que siguen a MacMillan no se decepcionarán con ese nuevo libro, más bien al contrario. En una época que proclama la paz, a veces como una forma de claudicación, en un tiempo en que el compromiso pacifista tiene en muchos casos el valor de un like en Facebook, este libro nos describe en profundidad lo que le debemos a la guerra, ese producto tan humano.
Si tuviéramos que sintetizar el espíritu que anima La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, viene en nuestra ayuda una escena del cine del siglo XX, un momento estelar de El tercer hombre. Harry Lime (Orson Welles), se encuentra en el Prater de Viena con Holly Martins (Joseph Cotten) La segunda Guerra Mundial acaba de terminar. Entre las ruinas de Viena habitan los pícaros que hacen negocios con la extrema necesidad de las personas. Los supervivientes necesitan alimentos, y sobre todo penicilina. El oro de la posguerra. En esa mítica secuencia de la noria gigante del Prater, el cínico Harry Lime le suelta a Martins una frase que no se nos olvida, porque reconocemos en ella una amarga verdad, evidente, y más fuerte que cualquiera de nuestras mejores intenciones: «En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco». También podríamos recordar aquella célebre frase de Heráclito: «la guerra es el padre de todas las cosas».
La guerra es una actividad profundamente humana, un impulso de una tensión extrema que provoca la mejor organización de las naciones, que pone todos sus recursos al servicio de una pasión que se proyecta hacia la conquista, la victoria, motivada por la ambición o por el miedo. La guerra moviliza a la industria, incentiva a la ciencia, inspira a la música o a la poesía. Un viejo chiste decía que en Europa había tan solo cinco cosas perfectas: la curia del Vaticano, el parlamento británico, el ballet ruso, la ópera francesa y el estado mayor alemán.
No existe ninguna otra actividad humana que nos permite comprender tan a fondo la naturaleza humana como la guerra. Quizá por eso la guerra ha cambiado tan poco en tantos siglos: “las excusas para la guerra son muchas y muy variadas pero las verdaderas razones no han cambiado demasiado con el paso de los siglos. Quizá se use un vocabulario distinto: allí donde los países solían hablar de honor, ahora hablan de prestigio o de credibilidad. No obstante, la codicia, la autodefensa y los sentimientos e ideas siguen siendo las parteras de la guerra. Y en cuanto a cuestiones básicas como la estrategia y los objetivos generales, la guerra no ha cambiado en absoluto”.
El ensayo de MacMillan es un libro de sabiduría, sustentada por un mosaico de detalles colosal, de una erudición que no abruma, porque está ordenada para demostrarnos, más allá de los estériles y falsos discursos del buenismo, que la guerra anida en nuestra naturaleza, que está llena de belleza y de horror, que tensa nuestra naturaleza y nos somete a la verdad con una fuerza descomunal.
“La guerra”, dice MacMillan, “es un misterio tanto para quienes combaten como para los que la observamos desde la barrera. Un misterio preocupante y perturbador. Debería parecernos algo abominable, pero a menudo nos resulta fascinante y, sus valores, seductores. Promete gloria y otora sufrimiento y muerte. A veces los que no combatimos tememos a los guerreros, aunque, al mismo tiempo no dejamos de admirarlos e incluso amarlos”.
Somos todos combatientes en potencia. MacMillan termina este ensayo con una recomendación: tal vez lo que deberíamos hacer con las guerra pasadas es “dejarlas deslizarse en el olvido y permitir descansar por fin a las sombras de todos los que murieron en ellas”. El exceso de conmemoraciones, de museos y memoriales nos lleva quizá a convertir la guerra en un lugar común. Pero tampoco podemos dejar que todo recuerdo de guerra se desvanezca, porque la guerra, sigue entre nosotros.
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