La lección más dura para un hijo

El infante despreocupado que ahora admira como un Adán atónito ante la realidad recién estrenada y la pequeña Eva que crece entre los algodones del cuidado paterno-matriarcal,-la niña de sus ojos y la de sus abuelos-, un día sufrirán mucho por la traición, por el abandono y por todas las crueldades que los esperan en cada esquina de la vida.

Cuando llegue el momento de los dramas, pocos se quedarán junto a ellos. La ruidosa pandilla que los acompañaba se disgregará, a medida que los años erosionen el afecto y los grandes golpes terminen de disolver las compañías más frívolas. ¡Qué les voy a contar que ustedes no sepan!

No hay madurez posible sin atravesar esta prueba; y no hay camino humano que no muestre su crudeza desde la más temprana edad. ¿Quién queda para lo bueno y para lo malo? Casi nadie, excepto la presupuesta familia, y no en todos los casos, y poco más. Pero, ay, ese “poco más”; ese resto que queda es maravilloso. Sin embargo, poniéndonos en lo peor, porque el mundo vira hacia el olvido de los fundamentos básicos de la vida en convivencia, ese resto, también desaparecerá.

Pocas personas guardan verdaderos amigos de la infancia que no terminen siendo fagotizados por la circunstancias, los cruces de caminos, los cambios de residencia y de clase social. Además, estos que quedan suelen ser nostálgicos del “¿te acuerdas cuándo…?”, sin apenas incidencia en los problemas reales, los cotidianos. Siento ser tan explícito en esto. Pero no puedo obviar una experiencia por la que pasamos todos, sin excepción: la soledad y el abandono.

Sus hijos morderán esa fruta amarga, exactamente como todos sus ancestros. Nada impedirá el sufrimiento de la injusticia, el de la competitividad laboral que vuelve a compañeros en vampiros, el de las envidias y las murmuraciones que manchen su inocencia para siempre. Un día, sin darse cuenta, se habrá quedado sin amigos por puro desinterés o por aburrimiento. Todos estarán ocupados en poner una excusa para no cargar con el problema amoroso o económico que los hijos de sus entrañas sufren. Por eso, y por más cosas que ya habrán vislumbrado quienes siguen estas Noches del Sacromonte allá donde fueren, es preciso, urgente, tener la atención muy encendida.

De tenerla así, sorprenderá que, de vez en cuando,  aparecen personas en forma de regalo, de compañía imprevista con gestos de bondad inesperados, imprevisibles; personas que no pedirán nada y lo darán todo; personas que atravesarán con su sencillez el espacio estanco en el que tantas veces encerramos el corazón para que éste no sufra en demasía.

Quizá no sean de su partido ni de su cuerda. Quizá esas personas no sepan más que sus hijos o usted de muchas cosas. Quizá no tengan afinidad alguna ni trazas adecuadas para pasearlo por los grandes palacios del mundo.  Quizá no puedan solucionar su problema… pero su voz, su sola presencia, iluminará la tragedia de sus niños, o la de usted mismo, como valientes  luciérnagas que se enfrentan a las llamas de una fogata en la noche.

Ni usted ni sus hijos deciden con quiénes se encuentran a lo largo de su vida, ni quiénes serán verdaderamente dignos de su amistad, dignos de su compañía. Prevalecerán los encuentros esporádicos, insulsos e intencionados que tantas veces procura el medio laboral con todos sus intereses. Y conocerán gente pérfida, mentirosa, malvada; mucha gente malvada que sólo quiere usarlos como un instrumento para su beneficio. Querrán explotarlos. Querrán de ellos su vida. Por eso es tan importante que a su alrededor puedan descubrir la bondad en acto: la bondad activa, no la discursiva, ni la moralista; sino el idioma que entiende todo el mundo: el de la ternura, el del amor, el de la caridad.

Porque a la hora del dolor “una imagen vale más que mil palabras” y “palabras son amores y no buenas razones”, los niños de sus entrañas no pueden vivir sin saber reconocer estas luciérnagas que se les acercan cuando menos se las espera y, además -por su bien- deberán saber a quién dar el crédito de la confianza que no se le da a cualquiera.

Quién tiene la desgracia de ser educado para la asocialidad y para la competición no comprende -pobre- estas cuestiones básicas, por obvias, de urbanidad existencial, de empática cercanía al dolor de los hombres: tiene demasiada prisa en triunfar y en reírse de quien no ha conseguido sus logros. Son gente “hecha a sí misma”, dicen con orgullo y con bastante ignorancia sobre las dinámicas grupales de la existencia. Dejémoslo correr mientras “se hace a sí mismo…”; aún no está preparado para socorrer y dejarse socorrer humildemente por nadie. No importa, a cada uno le llega su particular hora y la necesidad perentoria de una compañía verdadera.

 Mientras tanto, y no digan que no les insisto, es necesario -cada vez más necesario- que un hijo vea en sus padres a personas buenas; personas que hacen el bien en la realidad a otras personas, es decir, no en lo abstracto; personas que echan una mano, personas normales, personas cada vez más escasas, por cierto…

Si a esas personas normales que, además, se compadecen de los problemas de los otros, añadimos el gusto por la vida, el gusto por el placer de vivir, el gusto por las artes y por todo aquello misteriosamente hermoso como ver levantarse un puente entre dos abismos, quizá su hijo sea una buena compañía para los demás y pueda reconstruir luego, un poco, la vida de aquellos que andan perdidos en afanes fútiles y en doctrinas individualistas.

Vivir en un país democrático no consiste sólo en votar religiosa o desairadamente cada cuatro años, como ser padres no consiste sólo en pagar pañales y caprichos de los niños. Ser padres o hijos en un país como el nuestro es, sobre todo, mostrar a quien lo necesite que la solidaridad,  la cercanía, la compasión no están reñidas con la vida grande. De hecho, no hay vida grande ni convivencia posible, si no se comparte  la belleza existencial con quien tiene verdadera necesidad de vivir a pleno pulmón. Y quién se conforme con palabras vacuas, que siga “haciéndose a sí mismo…” como una ameba.

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